Resumen. En este escrito abordo  una serie de temas comenzando por lo que es lo consciente y lo inconsciente; esta dualidad me da pie a abordar un concepto complejo, el de los supuestos básicos. Tras ello doy unas pinceladas al tema de la ansiedad. Otro aspecto que toco es el del motivo de consulta; bueno, en realidad la de un paso fundamental: el paso del motivo de consulta al problema por el que consulto. La transferencia es el aspecto que toco después para centrarme en lo proyectado, en la mente del conductor y en los enfados.

Palabras clave:sentimientos, equipo, grupo.

Preámbulo

 

Está claro que la realidad es una cosa que tiene dos componentes: una concreta y fácilmente describible, narrable, e incluso mesurable; y otra en la que estas características se tornan totalmente escurridizas e incluso, inabarcables. Si, por poner un ejemplo, quiero aprender a ir en bici, hay una serie de cosas que puedo ubicar en la primera zona, en la concreta: dónde sentarme, dónde y cómo poner los pies en los pedales, cómo agarrar el manillar, como hacer para girar, frenar, cambiar de marcha… son elementos que puedo encontrar en cualquier manual de cómo ir en bici. Si hubiera un tratado sobre ello posiblemente encontraría aspectos no sólo de la historia de estos biciclos hasta descripciones de cómo debería ser el manillar, el formato de las ruedas, cómo ubicar el pie en el pedal, cómo me siento (erguido, inclinado sobre el manillar, posición intermedia…). Posiblemente se me hable también de cómo mantener el equilibrio, cómo estar atento a las pulsaciones cardíacas y a la respiración. Y así un sinfín de elementos descriptivos de cómo ir en bici. Ahora bien, sin negar la importancia de estos aspectos hay otros elementos que nunca van a poder ser suficientemente descritos y que aluden a lo que se aprende yendo montado en ella, a las experiencias con la velocidad, con el roce el aire en la cara, con el esfuerzo ante una subida y la emoción de la bajada… todo esto no puede aparecer en el manual.

 

En el terreno de lo grupal viene a ser semejante. Podríamos describir miles de aspectos de cómo llevar a un grupo de personas. Es más, intuitivamente algo hacemos cuando estamos ante o entre (no es lo mismo) varias personas. Por ejemplo: trataríamos de estar ante un grupo de personas que tuviesen edades aproximadamente similares de forma que las experiencias de vida pudiesen ser un facilitador de la tarea; no buscaríamos un número excesivamente grande ya que parece que si son muchos va a ser más complicado trabajar; trataremos de buscar un horario que nos resulte cómodo a todos y facilitar así, su asistencia; y como parece que debemos tener un argumento o un guión, trataríamos de seleccionar una serie de temas en torno a los que trabajar. Y así un largo etcétera. Claro que a partir de ciertos criterios podríamos optar por lo contrario: juntar a personas de edades y experiencias dispares, no importarnos el número de personas que acuden, ni la adecuación del horario… todo esto se supone que obedecerá a algún criterio. Habrá que definirlos en algún momento.

 

Posiblemente y a partir de la experiencia de irlos organizando, veríamos que hay personas a las que podríamos llamar líderes (es decir, aquellas que parecen capitanear el grupo) y contralíderes (que serían aquellas que están en contra del trabajo de aquellas primeras). Y de esta forma podríamos seguir describiendo fenómenos de la sociología grupal que nos permiten dibujar un plano de ese grupo y de este nivel de grupo al que he llamado concreto.

 

Por otro lado podríamos describir cómo van las líneas de relación y comunicación. Por ejemplo, podríamos hacer diseños sobre si todas las comunicaciones van dirigidas a una persona, o si van encadenándose entre sí, o si aparecen subgrupos comunicativos, o si… O podríamos centrarnos en si aparecen fases o etapas en los procesos grupales. Y describiríamos fases iniciales y lo que suele aparecer en ellas, o fases intermedias o finales o, incluso, ver si hay subfases encada fase… y así casi indefinidamente. Y todas estas descripciones y muchas otras que pudiéramos trazar nos darían una descripción de esa cosa que llamamos concreta y que fácilmente podríamos incluso, valorar mediante parrillas de relación o cuestionarios de atmósfera grupal o… Vamos, que estaríamos describiendo aspectos de esa bicicleta.

 

Pero el problema de la conducción no se sitúa ahí, como tampoco se situaría ahí el problema de cómo ir en bici. El lugar en el que se ubica es en lo que sucede en las relaciones que nosotros establecemos con estas personas a las que hemos decidido agrupar con el fin de trabajar en grupo. Y en lo que sucede entre ellas y entre todos nosotros. Es decir, ¿qué nos pasa cuando estamos en relación con los demás en el marco de un grupo? Y siendo cierto que quizás tenemos un problema cuando el grupo gira en torno a una persona en la que se centra toda la relación, por ejemplo, éste no se resuelve por el mero hecho de determinar que a partir de ahora esa relación deberá establecerse de otra forma. Y no se resuelve porque hay una gran cantidad de factores no conocidos que actúan y desvirtúan la programación que realizamos desde lo concreto. Podríamos decir que mientras lo concreto es algo que de alguna manera conocemos y podemos determinar y hasta controlar, esa otra cosa no concreta va más por libre. Habría pues dos niveles, al menos.

Grupo de trabajo y de supuestos básicos

 

En efecto, en toda situación grupal hay como dos niveles de funcionamiento. Es como si dijésemos que en las personas hay dos niveles también, que los hay. El real y concreto, aquel que podemos medir, podemos valorar, dibujar, registrar… y otro totalmente invisible, inabarcable que sería como el nivel inconsciente. Al primero Bion le llamó “grupo de trabajo”. Nosotros somos un grupo de trabajo. Venimos unos determinados días y hacemos unas cosas: hablamos, representamos escenas, compartimos cosas. Rellenamos cuestionarios y se nos valora nuestra asistencia. Pero este grupo de trabajo está condicionado por otros aspectos, los aspectos inconscientes. Que son muchos y muy variados. Entre ellos hay como tres enfoques a los que Bion denominó “Supuestos básicos”. Son como hipótesis de trabajo mediante la que las personas de un grupo consideran que así podrán eludir las ansiedades que les aparecen cuando están en grupo. Consideración que se realiza no en el plano concreto y real, es decir, no provienen de un acuerdo explicitado, sino que es tácito e inconsciente. Y son tres.

 

Una primera hipótesis es que estas ansiedades desaparecerán si el conductor les dice lo que tienen que hacer. Es decir, si el grupo depende de él. Es el Supuesto Básico de Dependencia. Mediante él nos colocamos en posición pasiva y a la espera de lo que él nos diga. Cosa que haremos suficientemente bien ya que es el que sabe, el experto, el que tiene la clave para que la cosa funcione. Pero claro, a la larga la cosa no funciona. El conductor (a poco inteligente y respetuoso que sea) les acaba frustrando, no acaba de asumir esa función (¿recordáis lo de la Vaca Lechera?) tan maravillosa por la que cual madre nutriente nos va a ir apaciguando las ansiedades del estar aquí. Por lo que precisamos una hipótesis alternativa, un plan B.

 

Será el supuesto de Ataque y Fuga. Es decir, dado que ese conductor no satisface pues será que no vale un pimiento y aquí lo que hay que hacer es armar la de san quintín. O sea, armar la gorda: pelarnos. Podemos colocarnos en la posición crítica, o destructiva. O podemos hacer dos bandos los que están a favor o en contra. Los buenos y los malos. Mostrarnos críticos con lo que se dice o se hace, oponerse sistemáticamente a lo que el conductor dice… Eso tiene validez, claro, por una temporada, un tiempo. Hay quienes abandonan porque no están por la labor de andar peleándose. Y los que se quedan… pues, ahí están. Pero claro, la situación no puede prolongarse indefinidamente. No podemos estar siempre peleado o peleándonos. Además, ya que hemos hecho una criba y se han marchado los molestos… ¿nueva hipótesis? Habrá que buscarla, claro.

 

Pues sí, será que ahora sí que el grupo es lo que debe ser. Un grupo de los de verdad. Ahora ya se acabaron los problemas. Estamos constituyendo el grupo perfecto. Somos unas personas que, a partir de nuestras fantásticas relaciones, vamos a conseguir que ese grupo sea de los auténticos. Como el equipo A, ¿recordáis? Como cuando nuestros padres nos tuvieron: era una pareja perfecta que tuvo un hijo perfecto, ¿no? Es el supuesto de emparejamiento. Y es que va a ser una situación ideal. De nuestras buenas relaciones va a salir eso que va a ser como el Mesías del grupo, de la nación, del mundo… claro que…

 

Y estos tres supuestos van intercambiándose sin orden ni concierto. Pero claro, a través de ellos, vamos haciendo camino, vamos pudiendo profundizar poco a poco en nuestras relaciones, y el grupo se va constituyendo. Va progresando generando en el conductor un continuo vaivén de dudas, malos estares, incomodidades, e incluso las ganas de echarlo todo a perder. Y todo por culpa de eso que llamamos ansiedad.

La ansiedad

 

La ansiedad no deja de ser una manifestación individual y en ocasiones grupal ante un peligro imaginado o desconocido. Se diferencia del miedo a que el peligro que percibimos no es real, concreto, tangible. Uno tiene miedo ante un león, un toro o un asesino y no ansiedad. La ansiedad no deja de ser una expresión de miedo pero ante algo imaginado o desconocido. Tener miedo es una respuesta que nos permite ponernos en alerta y vigilar por nuestra integridad. Tener ansiedad es también una respuesta, pero a diferencia del sentimiento anterior no podemos concretarlo lo suficiente como para saber cómo protegernos ante qué peligro. Y todos los humanos experimentamos ansiedad en muchas situaciones; otra cosa es que la detectemos como tal, que le pongamos el nombre. Y cuando la podemos nombrar, cuando los humanos podemos poner nombre a las cosas es cuando estamos en disposición de comenzar a poderlas tratar. No en vano los hombres somos seres que nos desarrollamos en un medio cultural que nos proporciona un lenguaje y por lo tanto, un complejo sistema de significados con los que poder ir viviendo y comunicando.

 

Estar en un grupo, es decir, tener la conciencia de estar con más gente con las que interacciono, es difícil. Bastante más que estar con una persona a solas. ¿Por qué? Porque supone una continua e inconsciente negociación de elementos a través de los que se van estableciendo vínculos, interdependencias vinculantes, que nos atrapan, nos obligan y nos restringen. Aunque también nos posibilitan muchas cosas.

 

En el caso del conductor, en nuestro caso, tampoco es fácil. No lo es porque las ansiedades que se nos activan son poderosas. Una de ellas (creo que en realidad es un paquete de ellas,) guarda relación con la idea de satisfacer a todos y a cada uno de los miembros del grupo. Recuerdo que en una ocasión comentamos que una de las fantasías era la de ser como “vacas lecheras”, que alimentan a todo aquel que se nos acerca. Pues bien, esta fantasía se corresponde a ese ramo de ansiedades de las que estamos hablando. Parece que nos sentimos obligados a dar algo como si el hecho de organizarles en grupo para que podamos hacer una tarea conjunta no fuese suficiente generosidad. Tengo la impresión de que esto obedece a otras causas que son de tipo personal e incluso cultural. ¿Por qué cuando organizamos una salida al campo no tenemos la necesidad de aportarles el conjunto de experiencias que de la salida se derivan y en cambio cuando les proponemos una experiencia grupal si? Algo del dar y recibir, algo de la no valoración de eso que les estamos ofreciendo (la posibilidad de experiencias compartidas en torno a una problemática) está presente. Porque nosotros tenemos un objetivo que alcanzar, pero ¿qué objetivo?

Del motivo de consulta al problema

 

Creo que aquí vamos a disentir. Porque si bien es cierto que, por coger el tema de la bicicleta, quiero que aprendan a ir sobre esas dos ruedas, también lo es que por mucho que se lean o les leamos el manual, eso no lo van a conseguir. Cierto que hay que dar información, animar a quien viene a pedir ayuda, apoyar sus decisiones, compartir experiencias y ver que no son las únicas personas a las que les pasa lo que les pasa. Eso es cierto, pero aportando esto no es enseñarles a pescar sino sólo darles pescado para comer un día. El objetivo igual es otro.

 

El objetivo es el ofrecerles la posibilidad de una experiencia emocional a partir de una realidad: la que les agrupa, la que les pone en contacto a partir de dificultades similares y compartibles. Dicho de otra forma y por arrimar el ascua a mis brasas. En el mundo de la clínica sabemos que una cosa es el Motivo de consulta y otra el Problema por el que se consulta. El Motivo es aquella razón manifiesta por la que un paciente acude a un profesional. Puede ser desde un dolor de cabeza, a un cansancio generalizado, o un miedo o lo que nos de la gana. Es la razón oficial, manifiesta. Concreta, compartible y hasta mesurable. El Problema está debajo. Pero es desconocido, no oficial, no concreto; y por lo tanto difícilmente compartible y mesurable. Y en los procesos psicoterapéuticos debemos ir transitando desde el Motivo hasta el Problema. Y en muchas ocasiones, por no decir en la mayoría de ellas, pasar de un punto al otro supone meses y hasta años de trabajo.

 

El Motivo por el que vosotros atendéis a las personas es el que es. Concreto. Personal, familiar, social… es compartible, conocible, y hasta si queremos, estadísticamente cuantificable. Es el que llena hojas oficiales e informes y dosieres. En realidad es papeleo. La realidad verdadera es bastante otra. Pero como estamos en el mundo real debemos trabajar con ese motivo. Y por esto, por ejemplo, reunimos a unos muchachos para hacer una obra de teatro, o agrupamos a unas personas adultas porque son cuidadores de familiares, o atendemos a personas vinculadas con la drogadicción o con la violencia interpersonal (lo de género es un eufemismo que sólo sirve para los periódicos: la violencia es entre personas independientemente del género de las mismas). Y con estas personas hacemos lo que creemos que debemos hacer en torno a una serie de “objetivos” que nos marcamos. Y está muy bien. Pero el Problema es otro. El problema se centra en cómo cada uno se relaciona con el otro, cómo se relaciona con el problema que tiene, cómo se adapta a las nuevas exigencias de la realidad.

La situación transferencial

 

Y el problema suele comenzar a vislumbrarse a partir del momento en el que comenzamos a ver cómo cada cual se relaciona con los demás. Y es a través de ese “cómo se relaciona” que vemos cómo se va actualizando un esquema de relación en el que cada cosa tiene unos significados y no otros, y que éstos dependen del marco familiar del que proceden. Esa actualización de la estructura relacional con todo lo que ella conlleva se corresponde a eso que nosotros denominamos transferencia. Es decir, transferimos al aquí y ahora de la situación aquella estructura con la que nos hicimos en el allí y entonces de nuestras relaciones con nuestros padres. Y es que no puede ser de otra forma porque los humanos somos seres muy limitados. Pero claro, cuando esto se da en un grupo de a dos, es decir, de un profesional con un paciente, la estructura es relativamente sencilla. Pero en cuanto aumenta el número de personas, la complejidad de la matriz relacional se hace mayor y por lo tanto se incrementan los matices de los elementos transferidos. Y como cada uno (conductor también) transfiere sobre el resto su propio esquema familiar, el resultado es bastante más complejo: de ahí la gran dificultad en trabajar en grupos.

 

Ahora bien, cuando alguien se relaciona con una persona, pongamos A con B, A, transfiere sobre B el modelo relacional con el que A ha aprendido a ir por la vida y por lo tanto impone a B una forma de relación X. Por otro lado B hace lo propio con A y le impone una forma Y. Y cada uno de ellos reacciona ante esta imposición con una respuesta que se denomina contratransferencia. Es “contra” porque es una reacción a la propuesta relacional del otro. Con lo que podemos entender un poco más la complejidad ante la que nos estamos encontrando porque, al estar en un grupo, los vaivenes que todo esto supone son algo realmente importante. Es por esto que en la situación grupal preferimos hablar de situación transferencial. Y en general lo importante es poder ir diferenciando qué hay de respuesta a la propuesta del otro y qué hay nuestro en todo este maremágnum. Dicho de otra forma y por retomar algo que señalaba al inicio de este escrito, cuando siento que debo dar al otro todo lo que me exige debo poder diferenciar cuánto hay de real en esa demanda y cuánto hay de mi propia necesidad de darle más de lo que le estoy dando. Si a su legítima demanda se le añade la mía propia entonces nos encontramos con un compacto de elementos realmente ansiógeno.

 

Para decirlo de otra forma quizás más entendible. Imaginemos que todos los que estamos aquí en el curso somos sesudos conductores de grupo. Y cada uno conduce el grupo como sabe y a lo largo de muchos años, ¿verdad? Pues bien, una vez estamos ahí todos reunidos en un grupo todos querremos que el grupo sea lo que para cada uno de nosotros debe ser, y nos vamos a comportar de la manera con la que siempre nos hemos comportado cuando estamos conduciendo grupos. Ese pretender que el grupo funcione como yo quiero que funcione, es lo que transfiero desde mí. Y la reacción que tendré frente a las pretensiones de mi compañero en que el grupo funcione como él quiere es a lo que llamamos contratransferencia. Con lo que lo que aquí emerge es un auténtico pastel de elementos en donde cada uno aporta lo que quiere y cree que debe, y reacciona a las pretensiones del otro cómo reacciona.

 

En este interjuego se juegan muchas cosas y entre ellas, dadas las ansiedades que se agitan en cada momento, aparece un mecanismo fundamental: la proyección.

Lo proyectado

 

Con esto nos referimos aquellas cosas que de forma involuntaria atribuyo al otro y que, aún poseyéndolas, en realidad están agrandadas por eso que yo he colocado en él. Es decir, el otro siempre es como una pantalla, un espejo de uno mismo. En realidad el hombre es un ser que no puede dejar de proyectar permanentemente toda su forma de ser, pensar, sentir, vivir… en todas las cosas que realiza y en todas las relaciones que establece. Esta realidad posibilita muchas cosas, claro. ¿Recordáis aquello de que quan Pau parla de Pere parla més de Pau que de Pere? Y es que ese dicho refleja, a mi modo de ver, la excelencia de la proyección. Por esto no es tan importante lo que realmente hacemos en el grupo, qué escusa o qué motivo encontramos para reunirnos o cómo nos las apañamos para que hablemos o hagamos algo. Porque hagamos lo que hagamos, proyectamos. El otro y todo lo que hacemos con el otro está cargado de elementos que nosotros colocamos en él. Y viceversa.

 

Eso hace que cuando estoy con un paciente buena parte de lo que dice tiene dos componentes: uno que le corresponde a él y otro que es “esa niebla” que me impide ver u oír lo que dice de forma “aséptica”. Esa falta de asepsia obedece a esos elementos que inevitablemente ponemos en eso que escuchamos o vemos. Ahora bien, en ocasiones eso que ponemos es bastante más de lo que normalmente podemos controlar. Cuando eso sucede nuestra capacidad para pensar y entender lo que dice disminuye hasta extremos muy exagerados y nuestras reacciones, también. Porque se supone que somos profesionales que debemos poder trabajar independientemente de las características del otro. Por poner algo “políticamente bien visto”. Si viene una persona de ideas de tipo nazi, independientemente de su ideología, nosotros deberíamos poder trabajar con él. Cuando eso no sucede es porque algo de excesiva niebla nos está impidiendo ver a la persona que tenemos delante. ¿Y por qué?

 

Aquí tenemos un problema. Y mucho me gustaría que se me entendiera bien, lo cual no es fácil. Todos tenemos un aspecto nazi en nosotros, un elemento por el que sólo aceptamos unas determinadas cosas del otro y exigimos cosas que igual no deberíamos exigir, y con una cierta dosis de intolerancia. Y eso no es ni bueno ni malo. Simplemente es así. El problema es que cuando esa parte nazi que es muy nuestra no la toleramos, no la aceptamos, no la podemos ni ver, en cuanto se nos presenta alguien de esta guisa vemos en él esos aspectos que no podemos ver en nosotros. Y en consecuencia ya no podemos ayudarle: le atacamos, despreciamos… Cuando sucede eso se nos está activando eso que llamamos Identificación proyectiva: proyectamos en él nuestros elementos nazis (que no podemos ver en nosotros) y luego nos identificamos con esos fragmentos que vemos en él, y por lo tanto reaccionamos a la contra.

 

En ocasiones sucede el camino contrario: el paciente nos atribuye algo que nosotros no podemos ni ver, pero que al atribuírnoslo queda en nosotros como si fuese un pastel de manzana que no podemos digerir, y en consecuencia (identificándonos con ese fragmento que se nos ha introducido) vamos a casa cargados con un tema que en realidad no era nuestro pero del que no podemos deshacernos. A ese proceso le llamamos identificación introyectiva. Por ejemplo: hay un anuncio en la radio sobre un centro de atención sexual en el que se abordan problemas como la eyaculación precoz y otras dificultades. Pues bien, la mujer del anuncio le dice al marido que en tal teléfono atiende y dan hora a aquellos maridos que tienen ese problema, y va y el marido dice con tono angustiado, como queriéndose sacar una espina de encima: “y a mí…,¿para qué me das este teléfono?”

 

Ante esta situación el conductor tiene un papel crucial. En realidad es una figura clave para que el grupo funcione de una u de otra forma. Y para ello debe emplearse en algo que posiblemente no guste oír o leer: debe elaborar permanentemente las cosas que suceden en el grupo para que éste pueda funcionar con una cierta seguridad de que ahí se está trabajando. Por esto es tan difícil llevar grupos humanos: el conductor trabaja bastante más de lo que trabaja ante una situación individual. Y por esta razón debiera estar mucho mejor considerado incluso crematísticamente. Pero esta es otra cosa. Lo cierto es que el conductor funciona como si fuera un aparato psíquico auxiliar al que poseen los miembros del grupo. Ellos no piensan en cómo o en qué pasa en el grupo para poder actuar de forma que entre todos se alcancen aquellos objetivos que les aunaron. No. Esta es una tarea del conductor. Y en ella se emplea más tiempo del que corresponde escuetamente a la sesión grupal.

La mente del conductor

 

Y es que en realidad nada sucede en el grupo que no pase por la mente de su conductor. Es como si nuestro aparato psíquico se dispusiera a digerir el conjunto de elementos que van apareciendo en el grupo. Esa digestión es algo aparentemente muy sencillo, absolutamente inconsciente, pero tremendamente operativo. Nuestro aparato psíquico es una compleja máquina elaboradora que va integrando poco a poco todas aquellas incidencias que percibe en el grupo. Se emplea en ello a fondo. Noche y día. Y esa integración supone ir pudiendo dar determinados significados a todos aquellos matices, sucesos, silencios, actitudes que va percibiendo (o pudiendo percibir) de los componentes del grupo. Y es que, aunque parezca raro decirlo, el Conductor tiene algo de aquello que Winnicott decía de “madre suficientemente buena” (que no es ser una madre excelente ni nada por el estilo). La madre (en principio toda madre) es un ser único (el eslabón fundamental con la matriz social en el que el bebé va a afianzarse,) que posibilita (de hecho desde antes del nacimiento) una relación particular con ese bebé a partir de la que va a poder ir entendiendo lo que le sucede. En principio una madre en condiciones normales tiene presente a su hijo permanentemente. Piensa en él. Considera lo que necesita. Piensa en cómo va a irle mejor o no… y cuando el bebé, luego ya niño y luego adolescente y…, va y le cuenta algo, la madre percibe cosas que el padre no puede percibir: no es hijo de sus entrañas.

 

Pues bien, el conductor es esa madre que provee al grupo de aquellas cosas que precisa para su desarrollo. Pero se las aporta incluyendo en esta entrega aquellas dosis de frustración inherentes al propio cuidado: así el grupo, es decir, sus componentes van a poder ir desarrollando aptitudes nuevas. Y ello pasa, entre otras cosas, por la capacidad de pensar en él. Tenerlo en mente. Hacerle un espacio en su interior en el que el grupo esté ubicado. De lo contrario lo que se percibe es que “somos unos más”, y por lo tanto, no tenemos un valor para él. Cuando, por ejemplo, nuestra compañera escenificaba aquella situación lo que quedaba claramente de manifiesto era cómo tenía un espacio más cálido para un grupo que para el otro.

 

Tenerlo en la cabeza supone saber de sus limitaciones. De la complejidad de las dependencias externas e internas con las que cada uno de los miembros del grupo tiene que lidiar. Y sabiéndolas, va a poder apretar o exigir hasta el punto que sabe que no puede ir más allá porque esas personas tienen unas ataduras, unas limitaciones que son las que son. E igualmente tienen un ritmo. No pueden desarrollarse a mayor velocidad de la que pueden hacerlo. Uno va por detrás de su propia velocidad. Porque por lo general nosotros tenemos menos dificultades que ellos en muchos terrenos. Y resolveríamos (eso pensamos) las dificultades en un pis pas. Pero no es así en su caso. Su velocidad, su capacidad para ir elaborando lo que les sucede, su capacidad de reación y adaptación sensible a las necesidades cambiantes de cada día, es la suya. No la nuestra. Por esto ese furor curandi con el que en ocasiones podemos vestirnos es dañino. Y enfada.

Los enfados

 

No hay cosa más básica en el ser humano que la digestión de aquellas cosas que nos sientan mal. De hecho, desde el mismo momento en el que comienza a haber una pequeña capacidad perceptiva, acumulamos experiencias placenteras y dolorosas. En un primer momento hasta allá por el tercer o cuarto mes, esos componentes dolorosos quedan fuera de nuestra consciencia y sólo podemos admitir aquellas experiencias agradables. Pero llega un momento en el que debemos comenzar a integrar las desagradables. Y eso dura toda la vida. Es un proceso complejo por el que tratamos de digerir esos malos tragos para poder extraer de ellos aquellas cosas que nos benefician y de las que poder alimentarnos. En este sentido, los enfados, las frustraciones, aquellas cosas que nos resultan desagradables y que no se pueden elaborar quedan en nuestros registros como algo pendiente que no nos deja seguir. De hecho tras todo cuadro patológico hay duelos y situaciones no resueltas.

 

En ocasiones de esas cosas no resueltas hacemos mitos. Edificamos recuerdos plagados de otras adherencias con las que paralizamos nuestro desarrollo. Ese continuo mirar atrás que no nos posibilita seguir nuestro camino. Ese quedarnos anclados en daños y heridas del pasado que siendo ciertas en un momento, ahora quedan desdibujadas paralizando el desarrollo no sólo de personas sino de grupos familiares e incluso sociales. Y es que tenemos una pelea con la vida: la vida es lo que es, lo que cada uno tiene y con lo que cada uno tenemos que bregar. Hay situaciones doloras (nuestros compañeros nos han contado algunas) que están ahí. Pero también las utilizamos para expresar nuestra queja contra la humanidad, la sociedad, los demás… Cuesta, nos cuesta pensar que la vida es justamente eso y que se vive hasta el último momento, hasta que nos meten en la caja. Y apostar por ello es un trabajo individual que en ocasiones requiere la ayuda de profesionales. Y nosotros estamos para eso: para ayudarles a seguir apostando por la vida, no para apartarlos de ella o “protegerlos” de ella. Y en este esfuerzo hay que poder habérselas con los enfados y las frustraciones que provienen del propio vivir.

 

Odio, cabreo, rabia, envidia, celos… todos estos son sentimientos que están en las raíces del ser humano que seguimos enseñando y transmitiendo de generación en generación incapaces muchas veces, de poderlos digerir, integrar y aceptar como parte de nuestra relación con el otro. Y posibilitar que vayan apareciendo supone no sólo hacerse cargo de esos sentimientos que también a nosotros nos atrapan, sino posibilitar aparcarlos, integrarlos y olvidarlos. Y así, la vida sigue. Eso supone hacer frente a ansiedades muy variadas frente a las que los humanos, cuando estamos en grupo, ofrecemos como tres respuestas alternativas.

 

Como veis, hemos ido construyendo un trabajo entre todos. Seguro que lo hubiéramos podido hacer diferente. Y quien sabe si hubiésemos aprendido mucho más. Pero también sé que lo que hemos ido haciendo se hizo a la medida. A la medida de cada cual. Y que fueron cuatro días de intenso trabajo a través de los que, también yo, aprendí cosas muy ricas.

 

Y por esto os doy las gracias.

 

Hasta siempre.

 

Los comentarios se refieren a las sesiones que he realizado con los profesionales que han acudido al curso que organizó la Diputación de Barcelona.