01 Oct De la inclusión a la integración
Dr. J.M. Sunyer
Estas dos palabras me parecen fundamentales en el momento de reflexionar sobre la sesión de hoy. No podemos olvidar que estamos acabando nuestro periplo. La mayoría de Uds. ya se habrá hecho más menos idea de qué nota va a obtener a falta, sólo, de la valoración del cuaderno de Bitácora. Y les hice una recomendación: cerrar la experiencia del cuaderno. Y nosotros estamos haciendo algo parecido estas últimas sesiones. Y en este período de cierre, aparecen estas dos palabras que me parecen, lo repito, fundamentales.
Si acudo al diccionario (ya les he recomendado que tengan siempre a mano uno), el término incluir alude a «Poner una cosa dentro de otra o dentro de sus límites», o «Contener una cosa a otra o llevarla implícita». Y si miro el término Integrar, leo: «Unir una o más cosas con otras para que hagan un todo» o «Agregarse una o varias personas a otras para formar un cuerpo». Creo que el diccionario, en esto es muy claro. No es lo mismo integrar que incluir. Ahora bien, ¿por qué es tan difícil integrar?
En la sesión de hoy hubo varias intervenciones que me parecen aclaran esta cuestión. Como todo ser vivo, el humano está abierto a las experiencias de la vida. Ello quiere decir que, en principio, no tiene nada en contra de la incorporación de experiencias cualesquiera, y tiene una disponibilidad de integrar lo que la vida le aporta. Cuando uno observa un bebé, un niño pequeño, lo que ve es un ser ávido de conocimientos, ávido de experiencias, y que no le tiene miedo a las cosas. Está abierto a ellas. No se cuestiona si una situación le va a dañar su identidad o no. Simplemente la vive y, en base a lo que esta experiencia le ha aportado, la integra y se dispone a integrar las siguientes; o comienza a protegerse ante aquellas situaciones que le han generado o le pueden generar una experiencia desagradable.
La integración de las experiencias requiere un complejo proceso psíquico por el que nuestras estructuras mentales, las redes asociativas de elementos afectivos asociados a las experiencias y las de las experiencias mismas, deben readaptarse ante una nueva vivencia que se nos presenta. Ello requiere la capacidad psíquica de desprenderse de lo que ya no nos es útil ; y si no nos desprendemos de ello, reubicarlo para facilitar la integración de algo nuevo. Es como si hiciésemos sitio en el armario para poder incluir (y aquí sí que es incluir) ropa nueva. Pero ello se realiza con un esfuerzo que, en ocasiones, nos pone a prueba en tanto que activa no sólo cuestiones que creíamos dormidas —caramba, ¿y ahora qué hago con esa cosa?—, sino que nos pone en evidencia ante nosotros mismos y los demás. Y esto genera mal rollo, genera malestar y un cierto enfado. No nos suele resultar fácil el vernos ante la tesitura de tener que incorporar, integrar algo; sobre todo cuando este algo no lo hemos pedido.
Cuando la vida nos lo propone.
Y ahí emergen una serie de fantasmas.
Uno de los fantasmas es el de la pérdida de la identidad. Como si la identidad fuese algo estático. Una persona, o mejor, un profesional que mantiene esta situación estática, es un mal profesional. Si las diversas experiencias que les va a proponer o colocar las organizaciones o los pacientes no van a suscitar en Uds. cambios importantes, mejor dejamos esta profesión y nos dedicamos a otra cosa. Si no soy capaz de aprender de lo que a diario me enseñan, mejor abandono el puesto de profesor. La identidad no es algo estático, sino cambiable, modificable. Si abro la ventana para que se renueve el aire, el aire no se va de golpe y entra, de sopetón otro nuevo; se va intercambiándose con el del exterior. Y nunca me quedo sin aire en la habitación. Las experiencias modifican el aire de mi mente, cambian mis formas de ver la vida, de percibir mi entorno, de la intensidad y calidad de mis afectos.
Esta fantasía de pérdida de la identidad no está muy lejos de la de disolución de la misma. Sólo en los estados psicóticos uno tiene la sensación de disolución de su identidad; pero no estamos hablando de ninguna situación psicótica. Sino neurótica. Sin embargo fíjense que esa idea aludiría a la fantasía de la no existencia de una membrana psíquica protectora; que no es nuestro caso. Pero estas cosas suceden cuando el nivel de ansiedad es elevado, y uno de estos niveles lo encontramos en las situaciones de migración, en ocasiones cuando alguien se encuentra en zonas de mucha aglomeración de personas, o en lugares en los que uno no puede encontrar referentes culturales que le reaseguren como sujeto.
El emigrante, quien acude a otro país, se encuentra en situaciones similares. Al perder sus referencias habituales, tanto culturales como geográficas, sociales, políticas, de idioma etc., comienza a generar fantasías de pérdida de identidad, de posible disolución de sus características en las de otros. En ocasiones, cuando encuentra personas afines a sus referencias anteriores, se agrupa con ellos y forma comunidades que, en ocasiones, sirven no tanto como refugio cuanto negocio particular para algunos avezados. Es una reacción normal. ¿Acaso no son algo similar las casas regionales que hay en cualquier lugar del mundo, o las peñas futboleras? Y estos subgrupos coexisten con la reacción del grupo acogedor o supuestamente acogedor. En muchas ocasiones este segundo grupo alude a la pérdida de sus señales de identidad si estas personas no se «integran» en su cultura; haciendo de ésta algo estático, inamovible. Y a ello colaboran no pocos políticos y hombres públicos que utilizan esta dificultad de integrar lo ajeno como elemento personal.
Y estos fenómenos no se dan sólo en la vida pública, sino en la institucional y en la familiar. La incorporación de personas de otras culturas es paralela a la de personas con otras orientaciones y otros paradigmas psicológicos. U otros planteamientos políticos o económicos. Sucede incluso en las familias. ¿Cuál creen que sería la reacción de cualesquiera de nuestras familias si en ella pretendiese integrarse, por ejemplo, alguien de una cultura diferente como pudiera ser un Afgano o un Chino; o simplemente un Gitano. La reacción sería compleja. Entrarían factores no sólo económicos sino culturales, políticos, religiosos y un largo etcétera. Y curiosamente, si sus características fuesen «bien vistas» (por ejemplo, que dispusiese de dinero) eso sería un «paliativo» a su incorporación. Y creo que ninguno de nosotros está libre de estos elementos.
El problema, entonces, es cómo hacemos para integrar estas cosas. Qué ritmo necesitamos para poder integrar lo diferente, lo distinto. Y esto sin entrar en patologías.
Este grupo ha podido abordar el tema. Nos hemos dado licencia y, tras ir venciendo algunas de las paranoias que nos han ido acechando, se ha abordado el tema de la inclusión de los que no pertenecen a nuestro país y cultura. Se habló un poco del idioma y se apuntó a que algunas personas posiblemente no han visto con buenos ojos el que utilicemos el castellano como forma vehicular común a todos y que facilita la integración de los que proceden de otros países. Y los que proceden de más allá de las fronteras también pudieron hablar de cómo se han sentido y de lo que les ha costado. Y la atmósfera en la que se hablaba era de mucho respeto. El suficiente como para que alguien que no es de nuestro ámbito pueda hablar y expresar sus sentimientos ante un número tan elevado de personas. Hasta el extremo que nos pasamos del tiempo de trabajo. Y muchos deseaban y así lo manifestaron, haber seguido más rato.
Me imagino que alguno de Uds. pensará que exagero. Que no hay para tanto. Pienso que tal desvalorización de los esfuerzos y logros del grupo surge de otro lugar; que cuando alguien no es capaz de valorar en su integridad, desacreditando lo que las personas, a pesar de lo que cuesta, somos capaces de hacer debería cuestionarse muy en serio la profesión que ha elegido. El esfuerzo que debemos hacer las personas y de los colectivos humanos para superar heridas de todo tipo es muy elevado. Ello lo pude evidenciar cuando hace unos doce años, asistí a una serie de encuentros internacionales con profesionales de la salud.
Se celebraba en Oxford. Éramos como unos cuatrocientos reunidos en grupo grande. Había gente de toda Europa. ¿Saben lo que más costaba?
Aunque no se lo crean (están en su derecho), el tema más duro fue la integración de personas que por sus antecedentes culturales e históricos eran referentes de aquellos que habían luchado en la segunda guerra mundial. Es decir, las heridas todavía estaban abiertas. Y, a poco que uno piense, fíjense cómo todavía no están cerradas las heridas de nuestra contienda civil a pesar de que han pasado casi setenta años. Es decir, el grupo humano precisa de mucho tiempo y esfuerzo para superar heridas.
Nosotros no somos diferentes al resto de la humanidad. Por esto salí satisfecho. Es posible que no hayamos aprendido muchas cosas. Sin embargo algo hemos sido capaces de tejer a lo largo de estas sesiones que les ha llevado a poder dar la bienvenida a los que proceden de otras zonas de Europa. Hemos podido pasar de la inclusión a la integración. Y esta también es una tarea de la Orientación Psicológica. Ayudar a que se den las condiciones necesarias y suficientes como para que todo lo que nos es ajeno pueda ser incluido primero para poderlo integrar después.
Muchas gracias.
Un abrazo.
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