03 Ene Sembrar confianza
En estos momentos me encuentro en Bilbao; acabo de cenar con dos buenos amigos, deleitándome de esta forma de cocinar que es tan propia de aquí y que tanto me gusta. Y con dos personas con las que me une una fuerte amistad, labrada tras casi treinta años de encuentros y desencuentros. Pero ahí estamos. Esta situación es la estela que deja un barco, el de nuestra amistad, y que me ha aportado eso que decíamos en la clase de hoy: una experiencia significativa. Una relación en la que los elementos personales, íntimos en muchos momentos, han ido tejiendo un tapiz digno de equipararse a las más bellas alfombras de Irán o Afganistán. Y tras el encuentro de hoy, un encuentro profesional a pesar de todo, me acordé de vosotros. De los Cuadernos de Bitácora, los vuestros. Los que traje y que están encima de la mesa de mi hotel.
Los leí. Me emocioné con alguno de ellos. Reconozco que están muy bien. ¿Qué echo en falta? Que os animaseis a pensar las cosas que suceden en clase desde una perspectiva psicológica; más allá de las aportaciones personales que dan a vuestros textos un carácter muy íntimo. Y eso se agradece también, por la confianza que supone. Pero es importante que os animaseis a pensar sobre lo que pensáis —parece un trabalenguas, ¿verdad?—. Y si, además, tenéis la habilidad de recordar o de localizar alguna cita de autor conocido por vosotros que os ayude en este “pensar lo que pensáis”, mejor. Creo que todos saldréis beneficiados. Y avanzáis en vuestro proceso profesional.
Y ahora centrémonos en la clase de hoy.
¿Qué hicimos hoy? Hablamos de la autoestima. Tratamos de construir una definición propia. También salió el tema de la confianza… ¿qué tapiz estaremos tejiendo? Pensamos muchas cosas. Percibía una atmósfera agradable. Y el pensamiento que iba emergiendo de forma casi natural nos llevaba a imaginarnos al otro como un espejo. Os decía que nos vemos en el espejo que refleja el compañero. El otro como portavoz de algunos de nuestros aspectos… fijaros en cómo se iba hilvanando el pensamiento. Aparecían algunas dudas, o matices a lo que otro aportaba, e integrábamos lo que uno y otro aportaba, construyendo con vuestros hilos, con vuestras aportaciones, una corriente de pensamiento grupal. Porque quienes podíamos hablar decíamos lo que pensábamos. Y una vez dicho, ya no nos pertenece: así es el pensamiento, como el aire. Va y viene, penetra en los pulmones de uno y sale de ellos, y entra en otro… es de todos y de nadie. Cuando alguien se apropia del pensamiento, cuando alguien pretende que pensemos de una sola forma, lo que hace es construir un monstruo.
Ahora fijaros en una cosa: entre nosotros generábamos un pensamiento que tenía dos consideraciones. Una, que todos oíamos y escuchábamos. Nos servía para seguir pensando y articulando nuevas ideas. La otra, la que permanecía callada, oculta a los oídos de los demás. Tenéis ahí dos niveles. El primero es el que podemos llamar consciente. Consciente porque está en la consciencia de todos, nos resulta conocido. El otro… el otro corresponde al inconsciente grupal. Está ahí, pero no se expresa. Pero, a pesar de que no salga a la luz, condiciona al primer nivel. Y lo condiciona, al menos, de dos maneras: Una, minusvalorando su sentido al no enriquecerlo con sus nuevos matices. Dos, modificando la comprensión individual de lo que el grupo habla.
Pero sigamos.
Tenemos dos alternativas: exigir que lo que se calla cada cual emerja, por bemoles —lo que es imposible—, o considerar las razones por las que los pensamientos quedan ocultos. Es decir, preguntarse por qué callamos tantas cosas que nos podrían enriquecer a todos.
Ahora os propongo utilizar la metáfora que os dije un día: si el grupo se pudiera considerar como una mente, ¿cómo trasladaríamos lo que estoy diciendo a lo que es una relación asistencial? Si la relación entre dos o más personas fuese una representación de la mente colectiva, ¿cómo sería esa dualidad de lo que se dice y lo que se calla? Os lo dejo aquí para que lo penséis, y si os animáis lo podemos hablar en el grupo.
Tras la clase y ya en mi consulta, atendí a una pareja que viene «porque quieren separarse bien, sin dañar al hijo». La verdad es que la idea es rara por muy real que parezca. Entre líneas reconocen que hagan lo que hagan va a haber un daño, una repercusión.
Recuerdo que vinieron hace ya como hace siete meses. Trabajamos cada semana, un encuentro de 60 minutos. Y hablamos. Hoy, era inevitable, salió un tema tabú. Un tema que lo olía desde hacía meses pero que no se podía hablar. Es una pareja encantadora, de veras. Y si os digo lo que pienso, os diré que no entiendo por qué se quieren separar. Pero… ¿sabéis lo que les separa de forma total? Un tema que, sin querer herir vuestras sensibilidades, es una deformación: la identidad catalana. Ambos hablan en catalán, pero tienen dos visiones totalmente diferentes de Cataluña, y esto les lleva a situaciones de enfrentamiento, de devaluación de una persona respecto la otra. Claro que ahora os estoy casi viendo, me imagino la cara que estáis poniendo todos vosotros: ¡Pero si vienen por el tema de la separación a qué viene hablar de política! Ya.
Sé que no os lo vais a creer, pero… ¿cuánto tiempo hemos necesitado para poder hablar de algo que les duele y con lo que se dañan? ( y se seguirán dañando porque una de las partes se coloca en modo «fundamentalista»: sólo hay una lectura de las cosas).
Pues hemos necesitado el tiempo que les ha permitido a los dos hablar conmigo de este tema. El tiempo de establecer confianza. El tiempo que hemos necesitado para poder hablar de esto y pensar un poquito sobre ello. Pero un poquito ya es más que nada.
Los humanos somos seres muy sensibles. Y aunque unos pueden serlo más que otros, lo cierto es que cuando establecemos una relación, calibramos el grado de aceptación que percibimos en el otro. Y este estudio lo realizamos de forma continua. Y es muy interesante porque soy lo contrario a un nacionalista y muy ajeno a las teorías identitarias; pero que vengan a hablar de eso y conmigo, es mostrar un alto grado de confianza.
Por ejemplo: en algunas ocasiones me ha venido alguno de mis hijos, cuando eran pequeños, quejándose de una herida, heridita, en el dedo. Para mí, como para cualquier padre, esta herida es una nadería. Pero para el niño, esa herida venia escrita y expresada con mayúsculas: HERIDA. Y por ahí podía escaparse toda la sangre de uno, y vaciarse. ¿Os imagináis el pánico que puede generar pensar que por ahí se me va a ir toda la sangre y me quedaré sin nada, y luego me moriré? Entonces, intentando entender ese «pánico», ¿qué hacía?: lo de la mayoría de los padres. Dándole la importancia que mi hijo le daba, recoger su susto, calmarle con aquello tan mágico de «pupa sana, pupa sana, si no se te cura hoy, se te curará mañana». Y el hijo, lo que veía (sucede en todas las casas, os ha sucedido a vosotros), se tranquiliza: la confianza se mantiene. Pero si hubiera reaccionado con susto, alarmándome, o chillándole por haber hecho «lo que te dije que no hicieras», o no haciéndole caso alguno, si hubiera reaccionado así, la confianza disminuye.
La pareja de la que os he hablado, ha ido mostrándome heridas, heriditas, que les ha ido informando que era digno de su confianza para hablar de un tema que en muchos sitios levanta ampollas.
Y al reconocerles sus diferentes formas de pensar ¿qué hago yo? Entre otras cosas, aumentarles el autoestima; o mejor dicho, posibilitar que su autoestima se afiance y crezca. Pues esto mismo es lo que hay que procurar en las relaciones profesionales.
¿Qué quiero decir con todo esto? (veo que me enrollo como una persiana).
Las personas sufren, sufrimos. Y cuando vamos a un profesional, y sobre todo a uno que está ahí para Orientarnos, a lo que no vamos es a que nos etiqueten. Vamos a que alguien nos vea como lo que somos: personas sufrientes. Y podemos sufrir por muchas cosas. Os contaré otra anécdota.
Era una chica joven, de unos 24 años y que hace años atendí durante bastante tiempo por problemas de ansiedad. Tenía una características: iba a mil por hora a todas partes, hacía miles de cosas a la vez, a penas dormía para ayudar a su madre o hermanos… ¡era un saco de nervios! Un día me cuenta que había intentado matricularse en una asignatura y que no le dejaban. Llamó al teléfono que era el adecuado para resolver las dudas o problemas en las matriculaciones, y la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico no sabía ni hacía nada por resolver el problema. Total, que se veía ante la necesidad de perder varias horas (vivía a 5 horas de la Universidad) para solventar un tema puramente administrativo. Yo le señalaba su enfado, y ella me insistía que no estaba enfadada con la situación ni con la persona que le atendió: sólo que si pudiera pondría una bomba o incendiaría la Universidad.
¡Menos mal que no estaba enfadada!
Pues bien, esta chica sufría un montón pero no era consciente de su propio sufrimiento. Creo que la mayoría de la sintomatología psiquiátrica y también la sintomatología organizativa, habla de sufrimiento. De sufrimiento de personas y de estructuras.
Esto es lo que tenéis que aprender a ver.
Pero para poderlo ver necesitamos establecer espacios de confianza suficiente como para que alguien se abra y podamos ver, leer, su propio sufrimiento.
Buenas noches.
Un abrazo.
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