34)¿QUÉ SE PRECISA PARA ORGANIZAR UN GRUPO DE PSICOTERAPIA GRUPOANALÍTICA?

34) ¿Qué se precisa para organizar un grupo de psicoterapia grupoanalítica?

 

La pregunta es un poco rara, ¿no? Porque se supone que para que alguien organice un tratamiento basado en la filosofía grupoanalítica se ha formado previamente. En realidad, esta sería la primera y principal necesidad (y se supone que estás en esta formación)

 

Pero me ciño a tu cuestión. Mira, Lola, como ya te comenté, cinco son las condiciones necesarias y suficientes que precisamos para organizar un grupo de psicoterapia grupoanalítica: la primera es la función convocante, que tiene que ver entre otras cosas con nuestra capacidad para convocar y reunir a una serie de personas. A ésta se le asocia una subfunción de la anterior: la presencial, alusiva a la necesidad de estar presentes en el proceso que se realiza en el grupo, ya que el efecto de ayuda sólo pasa por la relación que se establece entre las personas que están en el grupo; la segunda, la función higienizante, habla de aquel conjunto de medidas que están diseñadas para evitar, en la medida de lo posible, que aparezcan daños colaterales al propio tratamiento; la tercera es la función conductora es la que alude a todas las tereas del conductor para conducir las intervenciones de los miembros del grupo hacia un determinado objetivo: incrementar su propio conocimiento y el de los demás, entender qué sucede en las interrelaciones que se establecen entre los miembros, comprender los aspectos transferenciales que se activan, etc.; la verbalizante es la cuarta, esto es, que conlleva hablar e interactuar entre los que estamos, hablar de nosotros y con nosotros, ir traduciendo lo que decimos para entender qué queremos transmitir, cuáles son nuestros deseos más personales, íntimos, traducir nuestros sentimientos en palabras para que puedan ser comprendidas y entendidas por los demás. La quinta, la teorizante, es aquella que nos suministra los elementos de referencia teórica para poder entender lo que está sucediendo en el grupo y guiarnos en nuestras aportaciones. Voy a tratar de explicártelas un poco más.

 

En primer lugar, a estos aspectos o condiciones les llamo función porque  este concepto va más allá de los elementos formales; pero ¿qué quiero decir con ello? Bion –que es de quien adopto la idea– propone la noción de función para designar una serie de procesos mentales que van dirigidos hacia un determinado fin. Dicha idea aparece en su texto de 1987 y la concreta diciendo que función «es el nombre para la actividad mental propia a un número de factores operando en consonancia» (1987:19). Pone ejemplos muy claros que nos permiten, mediante una metáfora, comprender los procesos internos de naturaleza básicamente inconsciente que están tras cada percepción, en cada relación vinculante con un objeto, con cada establecimiento de relaciones internas entre ellos, etc. Si los acercamos a nosotros sería algo así como cuando celebramos una costillada o una merendola. La organización de este tipo de encuentros, por ejemplo, no sólo se limita a que se realiza una comida con deliciosas costillas de lechal en tal lugar, sino que bajo esta palabra se reúne una serie de actos, de sucesos cuya culminación articulada entre ellos es la costillada en cuestión. Supone, por ejemplo, elegir a las personas que asistirán, convocarlas, establecer un día y una hora, proponer si deberían o no traer algo, confirmar cuántas van a venir, ver qué precisan los que se encargan de cocinarla, y así podría seguir unas cuantas líneas más. Tomando este ejemplo, a todo el conjunto de elementos que se organizan para el fin de la costillada, Bion propondría denominarlo función. La costillada, aquí, es una metáfora de la actividad mental. Si nos trasladamos a un ámbito un poco más psicológico podrás comprender la diferencia que hay entre la maternidad y la función materna, o entre el cuidar y la función cuidadora. El término función, indica el conjunto de procesos mentales que van dirigidos a que la maternidad no se limite únicamente, por ejemplo, a cambiar pañales y a dar el biberón –cosa que puede hacer cualquiera–. Pues bien, volviendo a nuestro tema, las condiciones que en su día se precisan para organizar un grupo son más que labores, responsabilidades o tareas: son funciones en tanto que corresponden a procesos mentales englobados en aquella tarea; procesos mentales de, al menos, la persona que tiene la responsabilidad de ello. Cuando esto no se realiza, fracasa o va a tener serias dificultades.

 

Hablaba de cinco funciones[1]. La primera, la función convocante, es de las más complejas. El conjunto de procesos mentales que va a implicar tanto a quien convoca como a quien es convocado (y en ocasiones al entramado de circunstancias que posibilitan tal convocatoria), señala la cantidad de aspectos que inciden en ella. En primer lugar, ¿en quién reside? En principio, en quien se responsabiliza del espacio grupal, aunque se dan circunstancias en las que el convocante no es el conductor del grupo lo que, puede acarrear problemas añadidos. Todos los aspectos de esta función recaen sobre esta figura y no se desplazan, como sucede en otras funciones, al propio grupo. A grandes rasgos, puedo adelantar que unas son de tipo administrativo, otras de tipo procesal y otras propiamente de tipo grupal; pero todas tienen su componente mental. Evidentemente, hay aspectos que pueden dañar al grupo y que provienen de esta función. Estoy pensando en los casos en los que quien convoca no es el que conduce o en aquellas situaciones en las que el conductor no está muy coordinado con la persona o personas que derivan al grupo y que de alguna manera lo convocan. O en aquellas otras situaciones en las que el conductor y convocante no tiene clara su función o la asume a medias.

 

A continuación señalaba la subfunción presencial como una función asociada a la anterior. Posiblemente sea la más lógica, vamos, de cajón de madera de pino. Pero esta función, que recae en los integrantes del grupo, incluido el conductor, conlleva también una serie de aspectos sin los que no acabaría de darse. Ciertamente, hay quien dice que trabaja a través de Internet con varios pacientes a la vez. Es verdad que hoy en día hay métodos de conexión múltiple que permiten que todas las personas nos veamos y estemos en contacto al unísono y en tiempo real; tengo amigos que por su trabajo deben realizar periódicamente este tipo de reuniones. Y no dudo de que sirvan para intercambiar ideas, opiniones, datos… Pero ¿qué hacemos con los afectos? ¿Y con la empatía? Personalmente dudo de que a través de estos sistemas pueda realizarse una labor psicoterapéutica y, en especial, la grupal. No sólo hay que estar presente físicamente: es imprescindible la presencia anímica, la cercanía física que me permita oler al otro, percibir más allá de las palabras, que me posibilite captar gestos, actitudes…, y tengo serias dudas de que, hoy por hoy, se pueda dar la función presencial si no es de manera real y en un espacio concreto.

 

Hay aspectos que también dañan la función presencial. Por ejemplo, cuando no se asiste, no se es, o hay ausencias que no son aclaradas. Otro tipo de elementos que afectan a esa función es la actitud presencial: cuando los que están no se sientan sino que se tumban o están repantingados, o cuando «no se está», ya que el teléfono es una vía para estar conectados con otros pero no con el grupo…, es decir, situaciones que atañen a la función presencial de los miembros del grupo, conductor incluido.

 

Una segunda función es la higienizante. Sí, de higiene. Se precisan una especie de reglas del juego que posibilitan la higiene mental del grupo y de sus componentes, conductor incluido. Recae y reside, en un principio, en el conductor, pero poco a poco deben ser los miembros del grupo los que la asuman como propia. Ciertamente, hay unas normas de funcionamiento y el conductor debe estar al tanto de ellas. Pero las normas no sólo son normas: son un conjunto de reglas que garantizan el cuidado mutuo. Recuerdo las normas de educación, aquellas cartillas que estudiábamos algunos de nosotros, de niños, ¿qué eran esas normas? ¿Qué había o hay en el «los mayores primero» o «deja pasar antes al otro» o «levántate cuando entre tal persona», «no escupas al suelo», «no pongas los pies sobre la silla»? Sólo reglas que cuidan al otro, que garantizan ese cuidado. Esas son reglas higiénicas. En el grupo sucede algo semejante: hay una serie de normas que sirven para cuidarnos a todos. Ya hablaré más adelante de todo esto. Pero la función higienizante no hace referencia solamente a este aspecto de cuidado del otro: exige que el miembro del grupo se ciña a unas reglas de funcionamiento grupal, a una normativa interna, incluso a «una técnica» en torno a la que cada uno se posiciona. La exigencia de la norma supone la posibilidad de articular las relaciones interpersonales dentro del marco simbólico de la cultura en la que se desarrolla el grupo. Las transgresiones a esta función pueden identificarse en la no observancia de las normas, en los ataques a las mismas o al conductor, que es quien en primer lugar las enuncia, incluso en la propia dificultad para establecerlas y asumirlas como parte del trabajo del grupo. Sólo a través de la capacidad simbólica que surge precisamente de la necesidad de posponer la satisfacción inmediata de nuestros deseos e impulsos es cuando los humanos accedemos a tal condición, y es a través de ella como podemos trascender a la individualidad de nuestros actos y devenir miembros del grupo social al que pertenecemos o en el que permanecemos.

 

La tercera es la función conductora (aunque me gustaría llamarla conductriz). Consiste, fundamentalmente del conjunto de iniciativas, de actitudes, de silencios, etc., que guían y conducen a los miembros del grupo (incluido el conductor) hacia el trabajo que ese grupo puede realizar. En unos casos, es un trabajo de apoyo mutuo, de capacitar las habilidades de escucha, de posibilitar el desarrollo de un pensamiento sobre lo que uno hace en relación a los demás; y en otros casos, el conductor va guiando a los miembros para que puedan incrementar sus capacidades de verse a sí mismos y a los demás, a entender sus mecanismos de comunicación y defensa, a poder captar los elementos transferenciales que se dan entre los miembros del grupo en sus diversas constelaciones, a poder leer los elementos inconscientes que mueven o condicionan los desarrollos individuales y grupales, a comprender cómo lo social penetra en los individual y hasta qué punto se reproducen aspectos de la dinámica social y cultural en el propio grupo, a poder desarrollar actitudes de una mayor reciprocidad y mutualidad en pro del desarrollo de los demás, del grupo y de uno mismo.

 

La cuarta función es la verbalizante. No puede darse ningún proceso psicoterapéutico sin intervención de la palabra. Es a través del lenguaje que nos constituimos en seres humanos y sin este sistema de signos y de significados que proviene de la relación entre las personas y que ha ido generando una cultura, que es en la que estamos, poco podemos hacer. El hombre, ante la necesidad de transmitirse información y establecer niveles diversos de poder, fue ideando un sistema de signos con significado que posibilita muchas cosas, entre ellas, el expresar la forma que tenemos de entender el mundo, la manera en que lo vemos, y nuestra propia experiencia de vida. Esto no lo hacen los animales. Y cuando hablo del lenguaje, valga la redundancia, me refiero al verbal y al no verbal: al gestual, al actitudinal y comportamental. Todo adquiere significado y es preciso que este sea compartido y elaborado para poder ser incorporado e integrado en uno mismo. Esta función recae en todos los miembros del grupo. Ahora bien, esta función verbalizante no se limita al hecho de hablar, o al hablar por hablar. Aquí la comunicación verbal introduce un trío de elementos fundamentales: por un lado, al hablar debemos ir clarificando lo que se expresa, tratando de entender lo mejor posible lo que cada uno dice y desde dónde lo dice. En este sentido sería como si cada uno hablase idiomas distintos, en realidad, lenguajes distintos y debiéramos entender qué es lo que cada uno dice aprendiendo su lengua. Otro aspecto es el de poder confrontar lo que dice cada cual en relación con su propia conducta, a sus propias acciones e intenciones. Confrontar lo que uno aporta con lo que nos dice otro compañero. Tratar de ver, así, la totalidad o la globalidad de lo que se explica. Y finalmente, la traducción o interpretación. Traducción que supone ir decodificando lo que se dice en terminología de las relaciones no sólo entre los miembros, sino en cómo estas encubren o delatan aspectos de la estructura inconsciente que posee cada uno de nosotros. Traducción de lo inconsciente en consciente. Traducción de lo que sucede en el aquí y ahora como sus reproducciones del allí y entonces. Traducción de las estructuras relacionales en el grupo a su correspondiente estructura relacional familiar. Traducción de aquello que guarda relación con sus deseos, sus expectativas, sus miedos, sus enfados,  con las formas de manifestarlos y en la manera cómo cada uno se relaciona con todos y cada uno de los miembros del grupo.

 

De esta suerte, la función verbalizante acaba constituyéndose en el punto básico del trabajo grupal analítico, el eje en torno al que vamos alcanzando cotas más elevadas de coherencia e integración. Y para ello precisamos transmitirnos lo que interpretamos de lo que el otro y otros cuentan, dicen, actúan o callan. Y a esa interpretación la llamamos también traducción. Traducción del síntoma en significado. Del motivo de consulta en problema a resolver. Traducción del lenguaje no verbal en el verbal. Traducción, en definitiva, como la única vía capaz de ubicar al sujeto en la matriz propia de relaciones y de símbolos para que, asumidas sus características pueda ser más controlada por el sujeto que pasa a ser pasivo a activo. Y en definitiva algo más dueño de su propio devenir.

 

Transgresiones a esa función emergen, por ejemplo, cuando se habla por hablar tratando de rellenar el espacio para evitar comunicarse, cuando se habla como si tuviéramos que dar conferencias temáticas, o cuando el grupo accede a usar la actuación como sustituto de la comunicación; en ocasiones, el lenguaje, instrumento de comunicación e interrelación, es utilizado como elemento de separación y ataque.

 

Finalmente, la función teorizante. Y aquí aparecen tres aspectos inseparables: por un lado, el que corresponde al proceso de pensar a partir de unos referentes. Además, tenemos el elemento formativo que no se limita al aprendizaje teórico, sino que éste precisa del experiencial, el de vivirlo en carne propia. Y en tercer lugar, el que proviene de la práctica clínica. Estos tres elementos, este triunvirato, es inseparable y si no se consideran las tres patas…, la función teorizante no acaba de completarse. Pasemos ahora al primer aspecto.

 

No podemos hacer un grupo sin teorizar sobre él, sobre algún detalle de cada sesión, de alguna viñeta, o del conjunto de sesiones. Y para hacerlo precisamos de unos referentes a partir de los que tratamos de comprender lo que vemos, lo que vivimos, lo que sentimos, lo que hacemos. Este referente es el que nos aporta un entramado más o menos articulado (según el grado de conocimiento que tengamos del mismo) de elementos simbólicos que nos permiten comprender, describir, compartir y pensar lo que hacemos. Reside en el conductor, pero puede ser transmitido a los miembros del grupo. La elaboración teórica es algo que se realiza despacio, con el paso de los años, con el esfuerzo y el estudio, con la reflexión sobre lo que hacemos. Al hacerlo conseguimos ir organizando la experiencia psicoterapéutica, la experiencia en este caso grupoanalítica, en torno a una serie de ejes y podremos transmitirla a nuestros compañeros. Esta es también una función social.

 

También en este apartado encontramos vías que dañan el desarrollo de este aspecto que, me parece fundamental para el desarrollo del grupo y el del profesional. Se da cuando, por ejemplo, no se estudia, no se supervisa, no se reflexiona sobre las sesiones y sobre lo que sucede en ellas. Igualmente cuando no aprendemos de la propia experiencia de conducción de grupos o de los pacientes que los constituyen. De hecho es la vía más real y certera de aprendizaje. Y, finalmente, creo que también se ataca a esta función cuando no se comunican los aprendizajes, en un deseo de quedárselos, cual propiedad privada, como si en realidad nada le debiéramos al grupo social que nos da cabida y sostén.

 

[1] El sufijo “ante” le he estado debatiendo un largo tiempo. Aludo con él a este aspecto de la función que es dinámico, no estático como hubiera quedado indicado si en su lugar hubiera puesto el sufijo “ora”