39) Has comentado que se ha venido alimentando de propuestas que han venido de seguidores y discrepantes. ¿En quién estás pensando?
Sí. Freud es un punto de referencia para todos nosotros. A mí me resultan muy útiles sus desarrollos y, aunque a lo largo de posteriores preguntas vayas viendo que me voy desmarcando de la teoría psicoanalítica en sus aspectos más ortodoxos, acepto que forma parte de mi formación básica y sus aportaciones me resultan absolutamente válidas para seguir pensando en lo que sucede en cualquier sesión psicoterapéutica. Muchos de los aspectos que se desarrollan en ella, por no decir la mayoría de ellos, me siguen siendo necesarios y valiosos para ampliar la comprensión de muchas de las situaciones que vivo en mi práctica clínica. Pero no sólo los que desarrolló Freud. Estoy pensando en Melanie Klein, que sigue una vía diferente a partir de Abraham y muy posiblemente por la influencia que debió ejercer en ella Ferenczi, con quien se analizó. Klein realizó una serie de importantísimas aportaciones que han ido siendo actualizadas por muchos psicoanalistas y que me han sido muy útiles para comprender mejor lo que posteriormente sucede entre el profesional y el paciente, o entre una persona y la otra; y de ahí mi concepto de interdependencias vinculantes.
Como hablar de las aportaciones puede resultar un poco caótico, ocho serán los elementos que destacaré: 1) la relación de objeto; 2) el fantasma; 3) la finalidad de la pulsión; 4) identificación proyectiva; 5) estructuración edípica; 6) la tópica; 7) concepto de posición y 8) la envidia.
Hablar de Melanie Klein no es sólo hablar de la teoría de las relaciones objetales, sino introducir a una autora que, en palabras de Mitchell (2004) ha sido quien más impacto ha tenido en el psicoanálisis tras Freud. Y sus desarrollos, ampliados por otros autores como Bion, posibilitan una comprensión diferente del psicoanálisis de Freud. Melanie Klein fue seducida por el psicoanálisis tras leer el trabajo sobre los sueños de Freud. Por lo que he leído, Ferenczi fue quien la animó a escribir y a desarrollar sus propias conclusiones a partir de las observaciones que realizaba trabajando con niños (Mitchell, 2004) y, por lo que conozco de él, creo que hay aspectos –como, por ejemplo, la insistencia en el elemento relacional, o el concepto de introyección– que claramente se perciben en el pensamiento Kleiniano. Esta experiencia fue un elemento diferenciador importante respecto de Freud, quien trabajó fundamentalmente con adultos. Es cierto que la hija de Freud, Anna Freud, trabajaba con niños; sin embargo, el enfoque de cada una era diferente, lo que también generó tensiones y hasta provocó una división entre lo que luego sería la línea freudiana y la kleiniana; hubo también una línea intermedia, la de los independientes. Pero vayamos por partes. De entrada, parece que tendríamos que hablar de la teoría de las relaciones objetales y ver qué entendemos por ella.
La teoría de las relaciones objetales.
Me parece que estamos ante una variación de las propuestas de Freud: pasamos de un modelo en el que el sujeto busca al otro (al objeto) para obtener una satisfacción pulsional, a otro en el que el sujeto busca al otro (al objeto) por la necesidad de relación con él. El aparato psíquico pierde la rigidez de la estructura freudiana y pasamos a verlo como un intercambio permanente de relaciones entre uno y los demás; hay una apertura en la visión del ser indiviso.
Dice Klein: he supuesto puesto a menudo que, desde mi punto de vista, las relaciones de objeto existen desde el comienzo de la vida, siendo el primer objeto el pecho de la madre, el que es escindido en un pecho bueno (gratificante) y uno malo (frustante), conduciendo esta escisión a una separación del amor y del odio. Sugerí, además, que la relación con el primer objeto implica su introyección y su proyección, y de esta manera, desde el comienzo, las relaciones de objeto son modeladas por la interacción entre introyección y proyección, entre objetos y situaciones internas y externas. Estos procesos intervienen en la construcción del Yo y del Superyó, y preparan el terreno para el advenimiento del complejo de Edipo en la segunda mitad del primer año (1988:11)
Si vemos lo que nos dice el Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (1981) respecto de la relación de objeto podemos leer: Término utilizado con gran frecuencia en el psicoanálisis contemporáneo para designar el modo de relación del sujeto con su mundo, relación que es el resultado complejo y total de una determinada organización de la personalidad, de una aprehensión más o menos fantaseada de los objetos y de unos tipos de defensa predominantes (:359). Es decir, el sujeto busca una relación con el objeto a través de la que capta un montón de información que deberá procesar mentalmente y cuyo resultado es la creación de un mundo interno en paralelo a un mundo externo que también es creado por él.
El término relaciones de objeto u objetales ya fue utilizado por Freud (1917, 1921) para describir cómo un objeto (es decir, lo que no es sujeto) es utilizado para descargar la pulsión. Podríamos decir que el interés es egoísta: el otro es importante en tanto que permite algún tipo de descarga pulsional. Ya en un trabajo del año 1915 aparece una lectura algo diferente: Freud introduce el término incorporación que hace recaer el acento en la relación con el objeto mientras que anteriormente, sobre todo en la primera edición de los “tres ensayos sobre la teoría sexual”, Freud describía la actividad oral bajo el aspecto relativamente limitado del placer de succión (Laplanche y Pontalis:196). Pero en esta actividad mental de incorporar, se hallan presentes tres significaciones: darse el placer haciendo entrar un objeto dentro de sí, destruir ese objeto, asimilarse las cualidades de este objeto, conservándolo dentro de sí (Ibidem:196). Es decir, habiendo una lectura diferente, no lo es mucho más en tanto que hay un interés centrado en el beneficio de descarga pulsional que se obtiene. Es verdad, también, que en un trabajo de 1915 Freud adopta el término introyección y lo opone claramente a la proyección (…) [de forma que] el “yo-placer purificado” se forma por una introyección de todo lo que es fuente de placer y por una proyección de todo lo que es displacer (Ibidem:205). Es decir, aquí se admite que en la incorporación se introyectan los objetos en tanto que proporcionan placer, con lo que comenzamos a vislumbrar la formación de un mundo interno.
Con Klein, la cosa cambia. Ya no se ve al Yo incorporando solo los objetos que generan placer para poder soportar la angustia del Ello frente a su pérdida, sino que se subraya el carácter relacional de ese Yo con el objeto para garantizarse la supervivencia. Podríamos pensar que la teoría de las relaciones objetales es, en realidad, una teoría de las relaciones interpersonales. ¿Y todo esto cómo se va concretando?
Permíteme un inciso. Una primera forma de comprender lo que pasa en un grupo es que cada uno de sus componentes busca al otro para poder satisfacer algún tipo de deseo. Podríamos penar en muchas situaciones, por ejemplo, la admiración que puede sentir un miembro del grupo por el conductor bien puede obedecer al deseo de incorporar sus atributos para hacerse un poco más como él –es decir, identificación con él– y de esta forma satisfacer la pulsión sexual que ello conlleva; o el deseo de satisfacer una pulsión de control del otro tratando de satisfacer sus angustias y exigiendo que el grupo o cada uno de sus miembros le alimente convenientemente. Pero bien podrías considerar que no es tanto eso cuanto la necesidad de tener el reconocimiento del otro, sentirse comprendido y animado en su desarrollo. Es decir, lo que alimentaría la búsqueda del contacto con los demás y el propio conductor sería poder garantizarse esos sentimientos. El que lo leas de una manera o de otra determinará también tu posición respecto a esas personas y respecto al grupo como entidad.
Concepto de fantasma.
Hay otro elemento básico en la conceptualización de Klein (1937): la representación psíquica de la pulsión es el fantasma. Dice Klein que los impulsos y sentimientos del lactante se acompañan de una actividad mental que [considera] como la más primitiva: es la elaboración de la fantasía, o más familiarmente, el pensamiento imaginativo (:312). Creo que es más correcto pensar en fantasma. Y nos lo reafirma Ogden: los fantasmas no dejan de ser la representación psíquica de los aspectos de nuestra biología (Ogden, 1989:20). A ver cómo lo explico. Quien más quien menos tiene fantasías. Socialmente, fabricamos fantasías. Cientos de películas se alimentan de ello. Pero ¿qué es una fantasía? Una fantasía es una creación más o menos consciente cuya base es un fantasma. ¿Y qué es un fantasma?, me preguntarás. Pues una representación mental primitiva que trata de asir algo que tiene que ver con el impacto de la relación que tiene el bebé con el mundo (externo e interno). Es decir, las vivencias del sujeto frente a sensaciones que tiene procedentes tanto de su propio cuerpo como de su relación con el entorno solo pueden ser articuladas mentalmente mediante eso que llama Klein fantasmas. ¿Cómo haría alguien para articular mentalmente la intensa sensación de hambre si no es creando una serie de imágenes mentales o representaciones de esas sensaciones a las que podemos llamar fantasmas y que en un primer momento y al no disponer de palabras, sirven para asir la sensación? Y esto, aunque parezca una nimiedad no lo es, y, en cierto modo, ahí está parte de la discusión y ruptura que tuvo con Anna Freud.
Si consideramos que el primer objeto de relación es el pecho de la madre, ese objeto no solo gratifica las necesidades alimenticias del bebé generándole una serie de sensaciones agradables, sino que hay otras paralelas que generan tensión. Un ruido, un cambio en la posición de la madre, una modificación en el tono muscular, son solo un ejemplo de las señales que recibe el bebé y que, al no poder pensar «¡ah!, ese ruido es de la puerta que se ha cerrado», lo asocia al acto de mamar. O sea, sensaciones agradables y desagradables, tranquilizadoras o angustiantes. La representación de esas experiencias relacionales se traduce en fantasmas que, por un lado, incorporan la experiencia relacional gratificante, pero y también, por otro, las frustrantes. ¿Cómo interpretarías las diferentes caras que pone un recién nacido cuando está mamando? Puedes pensar que son meros actos reflejos, claro. Pero uno podría pensar también que aluden a respuestas frente a señales que debe procesar y que activan esos fantasmas con los que va organizando su mente temprana ¿no?, y esos fantasmas –expresión psíquica de la pulsión– activan reacciones faciales de placer o displacer, de tranquilidad o ansiedad.
Eso no sucede solo con los bebés; también, en la vida adulta. Lo vemos con frecuencia en la clínica cuando estamos con personas que presentan estados de descomposición mental importante: «Pensaba que te cortaba con una sierra y que de los trozos salían muñequitos», me comentaba uno de mis pacientes favoritos. ¿Diríamos que es una fantasía o diríamos que es un fantasma? El fantasma descuartizador que, a tiempo, crea seres pequeños utilizando una fantasía. ¡Claro –me dirás– es que está loco! No, te diré yo y cuidado: si lo clasificamos de loco no sólo paralizamos nuestra capacidad de pensar, sino que lo apartamos de nuestra capacidad de pensar. Eso que dice es la expresión de un fantasma cuyas raíces están en su infancia y lo articula mediante una fantasía. Y esto es lo que hacemos con harta frecuencia cuando convertimos esos fantasmas en fantasía y de ahí hasta hacer una película, un cuento… Pues bien, Klein propuso que ya desde el nacimiento el aparato psíquico está en activo mediante la creación de fantasmas que podían ser amorosos o destructores –es decir, facilitan que la experiencia sea agradable o desagradable– y de esta forma divide su experiencia elementos buenos y malos; lo que posteriormente facilitará que el mundo sea dividido en «pecho bueno» o «pecho malo».
En un principio, ese pecho gratificante y frustrante no son un mismo objeto sino dos, puesto que la maduración neurológica no posibilita una precisión mayor de lo percibido: ¿cómo organiza el bebé esas dos experiencias de forma que no sean peligrosas para él? La introyección de los elementos gratificantes –y, por lo tanto, aseguradores de la supervivencia y de la relación y vínculo– quedan en el interior en tanto que las experiencias desagradables son expulsadas, atribuidas al mundo externo. Introyección y proyección serán, pues, dos mecanismos esenciales de supervivencia. Y con ellos se expulsan o se introyectan los fantasmas asociados, claro.
Otra parada, Lola. No te voy a proponer que te imagines un grupo con pacientes psicóticos, porque no sé si tienes experiencia en ello. Pero –y ahí es posible que no te lo creas– imagina un grupo de unas cien personas. El terror se suele instalar. Cuando ese grupo ha sido capaz de superar ese momento o momentos y tiene la capacidad de compartir sus fantasías, se pueden leer con facilidad los fantasmas que andan por debajo: destrucción, descuartizamientos, relaciones sádicas entre sus miembros, orgías de todo tipo, aniquilación del conductor, desarrollo de ideas mesiánicas, y un largo etcétera que no viene a cuento. También se pueden percibir –aunque es algo más difícil– en el grupo pequeño; solo que en el grande, al actuar como una lente de aumento, se evidencian más fácilmente. ¿De dónde proceden? Creo que podemos considerar que no son ni más ni menos que los mismos fantasmas que se activaban en la niñez –y los que emergen en el sueño– y de los que también puedes constatar su existencia si juegas con niños. Sigamos.
El objetivo de la pulsión.
En el modelo de Freud decíamos que la energía adquiría carácter de pulsión en cuanto su formato adquiría ciudadanía psíquica, ¿verdad? Y que esa pulsión buscaba la satisfacción –básicamente sexual– que era la manera de aliviar la energía acumulada. La búsqueda de esta satisfacción, la necesidad de descarga, localizaba –casi por casualidad– objetos que eran los que la permitían. Pues bien, Klein considera que esa energía posee, en su versión psíquica, una «imagen» –algo así como si fuera una cosa intuitiva, una protoimagen– sobre el objeto que le va a servir para aliviar la tensión. Esto puede sonar raro; pero, ¿cómo es que un caballo, por ejemplo, se pone a comer una determinada hierba y no otra cosa? ¿Está imitando a su madre, la yegua, o tiene una intuición que le dice que esa hierba le alimenta? Podríamos pensar que tiene una protoimagen de lo que necesita, ¿no? Pues algo similar. Si el cachorro humano tiene una protoimagen de qué es lo que le va a satisfacer la pulsión, ésta buscará a ese objeto. Pero ¿qué satisfacción ansía? La satisfacción es la del vínculo que se establece con el objeto y lo que se deriva de ello; y, en todo caso, la satisfacción pulsional sirve para que esa relación pueda acabar de establecerse y afianzarse. Es decir, la importancia de la satisfacción pulsional, que es la base sobre la que se edifica la teoría de Freud, disminuye y emerge una teoría de relación con el objeto para obtener las ventajas que ello le supone. Me pregunto si el vínculo comienza a existir en el momento de implantación del embrión y si algo de la «añoranza» de ese vínculo anida en la búsqueda del objeto al que unirme. Eso alimenta mi idea del concepto de imagen de Klein.
Pero, claro, como lo que busca el sujeto es una relación con el objeto que le aporte esa compañía, esa seguridad, las experiencias que obtiene no siempre coinciden con la protoimagen que tengo del objeto asegurador. Eso genera en el bebé un batiburrillo de vivencias que le acercan al caos. La consecuencia de ello es que ese mundo interno que se va organizando es caótico de entrada: hay objetos con los que uno se relaciona que agradan y producen la satisfacción esperada y otros que no. Ello hace que el mundo que percibe esté plagado de experiencias de distinto signo y la reacción natural ante ello será la de proyectar, expulsar lo desagradable fuera de él, atribuirlo a eso que está fuera. El mundo, de entrada, es visto más con esta tonalidad amenazante que con otra.
Permíteme un alto. Un grupo es un espacio que tiende al caos y a la desorganización; sobre todo al inicio del mismo. Ese caos tiene un paralelismo con el que todo individuo tiene del entorno hasta que no consigue ir organizándolo y formarse una idea más precisa de las personas que le rodean. Ese caos genera mucha ansiedad y se corresponde a la visión que individualmente se tiene del otro: algo amenazador, que genera desazón en uno mismo. Y si se vive como amenazador –sin que haya razones para ello– es porque las proyecciones que individual o colectivamente se realizan sobre los demás o algunos de ellos tienen ese carácter amenazante: se activan las imágenes de experiencias de rechazo, de abandono, de soledad… Parte de las resistencias que existen al trabajo en grupo derivan de ello. Las razones para resistirse que eximen los candidatos a formar un grupo nacen precisamente de estas experiencias tan primitivas, tan de nuestra niñez, que se reactivan ante lo desconocido y que vienen expresadas mediante fantasmas. ¿Lo podrías pensar así, Lola?
La identificación proyectiva.
Otra de las aportaciones más relevantes de Klein –hablando de lo que nos ocupa– es la identificación proyectiva. ¿Qué es eso? Es un mecanismo muy común y presente en las relaciones interpersonales. En una síntesis rápida: es el mecanismo mental por el que uno se identifica con algo que ha proyectado previamente en el otro. Y, por lo general –a excepción de los estados de enamoramiento–, lo que proyectamos es algo considerado malo, horroroso, terrible, odiable, etc. Imagina que… llegas a casa antes de hora. Estabas trabajando y viste que podías posponer lo que estabas haciendo y pensaste que a tu marido le haría ilusión verte antes. No lo habías hecho nunca ya que eres muy responsable de tus tareas y no siempre te permites regalos de este tipo a ti misma. Sabías que le haría ilusión, lo que compensaba con creces tu decisión tomada un poco a contrapelo porque, en cierta medida, algo en ti criticaba esa decisión. Llegas a casa, introduces la llave y abres la puerta, y dices aquello de ¡hola, ya estoy aquí! Entonces oyes una voz que procede del fondo del pasillo que responde con un tono…, ¡Cómo! ¿Tan pronto? ¿Qué haces viniendo a estas horas? Por el tono te da la sensación de que no has sido bien recibida, que hay una crítica a tu decisión… Y, en consecuencia, respondes ¿Y quién eres tú para decirme a qué hora tengo que llegar o no? ¡Llego a la hora que quiero!” ¿Qué pasó? Cuando oíste la respuesta, el tono de voz te hizo pensar en esa parte que no estaba tan de acuerdo con el dejar el trabajo antes de hora. O sea, al oír su tono de voz, se activó la proyección de ese elemento tuyo que te criticaba tu decisión y te identificaste con quien la profería. Y, en consecuencia, le dijiste lo que le dijiste. Ahí está una de las bases de todas las guerras mundiales, y de todas las peleas entre iguales, de la mayoría de las peleas en las parejas… La otra es el mecanismo inverso: identificación introyectiva. Pero ya hablaremos de ella.
Pues bien, situándonos en la relación materno filial, cuando el niño está siendo atendido por su madre, se mueve, expresa cosas, ríe o puede llorar, se enfada y se relaja… Estas manifestaciones no son solo expresiones de su estado anímico, sino que son mensajes que emite para quien le está cuidando, proyectando todo ese abanico de sensaciones sobre la figura de la madre. Si la persona que le cuida va captando esas expresiones y las toma como algo agradable, le devuelve esa misma experiencia. El bebé, el niño –y más adelante también el adulto– experimenta el placer relacional que proviene de compartir una serie de experiencias personales: proyecta sobre la madre o quien le está cuidando una serie de imágenes y fantasmas agradables que son devueltos como tales, organizándose de esta forma un circuito de retroalimentación constante. Pero ¿qué pasa si esas cosas que expresa no son recogidas o, lo que puede ser más duro, son rechazadas por lo que sea? ¿qué pasa si la persona que le cuida se encuentra en estado de tensión y chilla al niño porque no se está quieto? Que la experiencia del recién nacido de proyectar algo agradable en la figura de quien le atiende se torna en la tener que introyectar respuestas negativas a esas primeras proyecciones. La retroalimentación ya no transcurre por los canales de tranquilización y, por lo tanto, fantasmas tranquilizantes, sino que los fantasmas que se construyen son amenazantes. La identificación con lo proyectado se evidencia en algo persecutorio y amenazador; quedando amenazada la unión, la relación con el otro.
Vuelvo a realizar un corte. Sitúate en un grupo, Lola. Imagínate que las personas que están compartiendo experiencias cuales quiera tienen la habilidad de captar lo rico de esas mismas experiencias y la devolución se corresponde con lo proyectado. La experiencia es agradable; pero ¿qué pasa si lo que se expone, la experiencia que se busca compartir viene cargada de elementos que activan una reacción negativa, de expulsión y no aceptación de esa experiencia? Se inicia un proceso de interrelación en la que la identificación proyectiva está cargada de elementos que amenazan el vínculo, la seguridad, la tranquilidad. Y fíjate o, mejor, imagínate las dificultades para reemplazar esa lluvia de elementos negativos por otros que reinstalen la seguridad y la estabilidad en el vínculo. De no poder hacerlo, el grupo queda escindido, como queda escindido el mundo del bebé cuando las experiencias de introyección de elementos negativos no quedan compensadas por las positivas. Ese es el caos en el que en muchas ocasiones entra el propio grupo. Pero sigamos.
El Edipo.
Junto a estas importantes diferencias entre Klein y Freud (la consideración de la fantasía, la protoimagen del objeto, la búsqueda del objeto para relacionarse y no para satisfacer la pulsión, etc.) aparece otra no menor: la construcción psicoanalítica de Freud no incluye a la mujer como elemento referencial y sí al hombre. Ahí Klein introduce –o mejor refuerza, porque Freud ya lo incluyó, pero con poco ahínco– la gran importancia de la madre –la mujer– en el desarrollo del bebé, siendo su primer objeto de relación. El pecho –luego hablará de la envida de pecho y de útero en contraste o complementación a la de pene, estando presentes, aunque de forma diferente, en niñas y niños– sería el primer objeto que se interioriza (ahí tengo mis dudas, Lola, porque los terminales perceptivos están en marcha desde hace tiempo; pero aceptémoslo).
A lo largo de estas «primeras» relaciones, al experimentar vivencias agradables y desagradables, el recién nacido ya se ve con la necesidad de expulsar las que no le tranquilizan. En un momento dado, el bebé interpreta que esos fragmentos de objeto negativo, amenazante, que fueron expulsados, le atacan. En consecuencia, tiene que proveerse lo más que pueda de las experiencias agradables, objetos buenos; pero, al final, su propia voracidad por proveerse al máximo de ellos hace que lo amoroso y lo agresivo se mezclen, originando los propios deseos sádicos del bebé, y de ahí la actitud agresiva hacia los objetos amorosos.
Klein (1928, 1945) consideró que en el momento del destete es cuando se desencadena el complejo de Edipo, en el momento en el que los impulsos sádicos que le generan frustración están más activos. El complejo de Edipo no se sustentaría tanto en la rivalidad –que era la propuesta de Freud– cuanto por la emergencia de impulsos sádicos que aparecen durante estos primeros seis meses, y no en el período fálico como señalara Freud. Considera Klein que los primeros sentimientos de envidia emergerían no en relación a la tenencia o no de pene, sino a la tenencia o no de útero. Ese interior materno repleto de órganos y elementos, entre ellos el pene, que niño y niña ansían tener.
La educación del control del esfínter conlleva nuevos fantasmas y, en paralelo, sentimientos de frustración y enfado dirigidos hacia la madre, quien con su actividad para limpiarle la suciedad activa en ello los fantasmas de destrucción –me puede destruir, desmenuzar–, además de culpa y angustia. Por otro lado, Klein sostuvo que el desarrollo de la instancia superyoica se realizaba mediante la identificación de la niña y el niño con aspectos crueles y amorosos del fantasma materno, generándose posteriormente una pequeña diferenciación en la que las niñas adaptarían por identificación los elementos afectivos y cariñosos de la madre en tanto que el niño adoptaría los del poder del padre.
Para Klein, el ansia de saber está inserto en el ser desde el primer momento. Esto le lleva a la curiosidad, a tratar de entender y presupone que es la madre quien posee todo ese saber, todos esos objetos que satisfacen la curiosidad, incluso que es ella quien posee el propio pene. Ello animaría las ansias de poseerla –fase de femineidad–y de cuya resolución derivaría el interés por avanzar en el conocimiento o el desinterés por todo ello. Es decir, la envidia de útero estaría en la base del desarrollo del complejo de Edipo tanto en niñas como en niños.
Bueno, esto es complejo y alguna diferencia debe haber, creo yo, en el desarrollo de unos y otras; y en todo ello –como en lo anterior– todavía no se ha considerado la otra parte: qué de la madre y qué del padre entra en juego en la adquisición no solo de los elementos superyoicos sino en la propia travesía por la zona edípica. Pero eso no se lo podríamos pedir a los primeros desarrolladores de la teorización psicoanalítica.
Otro alto. Creo que estarás de acuerdo, Lola, en que la curiosidad está en la base de todo desarrollo –y en especial, en el intelectual –. Sin curiosidad no hay aprendizaje posible. Pero ¿qué pasa con la curiosidad en el grupo? ¿Hasta dónde los miembros del grupo tienen curiosidad por saber del otro? ¿Hasta dónde tú, como conductora, estás en disposición de mostrar curiosidad por el otro o los otros? La paralización de la curiosidad, no querer saber qué es lo que hay «en el interior del otro», representa un serio problema en el desarrollo de los grupos. O que piensen que sólo tú posees ese saber. Y no me refiero a la curiosidad respecto a la vida sexual del otro, sino respecto a todo lo que es el otro. Igual preguntarle al otro se vive como una agresión o como una experiencia de tipo sádico. O hay temor a mostrar lo que uno sabe o es.
La presencia de la segunda tópica
Por otro lado, Klein concibe que ya desde el nacimiento existe un Yo y un Superyó rudimentarios, algo así como un protoyo y un protosuperyó. Y en esta estructura tan elemental, el Yo va constituyéndose como forma de combatir una ansiedad básica: la de aniquilación, la de muerte. En esta lucha constante para contener la ansiedad básica, el yo va diferenciándose de un Ello. Pero en ello los aspectos sádicos estarían presentes de forma que en un momento ese recién nacido se asustaría de esa tendencia en la que el fantasma desgarrador, destructor –y por lo tanto la amenaza de desintegrarse– está tan presente: ante lo que tiene que hacer como un apaño: me intento apropiar de la mayor parte de bondad de los objetos buenos de forma que puedan compensar las amenazas que, utilizando tempranamente la proyección, coloca en el mundo externo. Eso activa los temores, ya que la persecución está servida: de fuera provienen los ataques. Por esto, cuando juegas con un niño y dibujáis fantasmas, estos suelen presentar una dosis de sadismo que no es otra que la que considera está depositada fuera y la proyecta sobre el dibujo. Y en ese juego fantasioso –del que participa la cultura–, mear, escupir, morder, defecar en otro (me cago en…) son vividos con la intensidad agresiva y sádica que podemos observar no solo en el niño sino en los adultos. Pero, claro, si la vivencia es que la agresión está tan presente y es tanto hacia uno mismo como hacia el otro, el susto es mayúsculo: ahí comienzan a emerger las vivencias persecutorias, y sentimientos de culpa y posteriores deseos de reparación.
De hecho, cuando el yo expulsa fuera los componentes negativos, destructores, como forma de liberarse de la ansiedad y la angustia asociadas a ese objeto, algo de ese yo mismo queda también expulsado y, en consecuencia, escindido; pero de esta escisión algunos residuos quedan dentro de uno, dentro de su sí mismo. Es decir, en la escisión no solo colocamos en el exterior algo de lo expulsado (y que luego tomará forma persecutoria, amenazadora), sino que parte de esa ruptura y elemento negativo queda en uno mismo. Consideremos que ese Yo tiene tanto la capacidad integradora y al tiempo desintegradora; es un Yo poco cohesionado, claro. En esta falta de cohesión, la lucha entre los instintos de vida y los de muerte están presentes. De la disociación que se da en el propio Yo emerge el Superyó: de la internalización de los aspectos bondadosos del objeto y los malos, siendo la representación interna de la lucha entre los instintos de vida y muerte.
Nuevo alto, Lola. En un grupo –como en lo social– son evidentes las tendencias a expulsar de uno mismo lo negativo asociadas a una negación de que eso mismo lo posea uno. La vieja táctica del “y tú más”, expresa literalmente esto que te estoy diciendo. Es difícil, por lo doloroso y lo que ello conlleva, asumir la parte negativa que todos tenemos de aquello que vemos con tanta claridad en el otro. Y ante determinados cuadros se hace difícil el proceso de asunción de esos aspectos en tanto que asumirlos supone entrar en zonas depresivas importantes; o a activar la huida como elemento defensivo básico. Y en el grupo, la posición que tú ocupas en él, es determinante ya que es más arriesgado y compleja una cercanía y estímulo de un grado importante de mutualidad y ante ello, se recurre a considerar que el grupo lo forman los demás.
La posición.
Esa complejidad lleva a Klein a describir lo que se denomina posición y que no deja de ser otra de sus grandes aportaciones. Me sorprende cómo en algunos dibujos animados –creo que son los de Bob Esponja– se habla de estar en modo tristeza, modo alegría, modo enfado, etc., para describir la posición que uno adopta frente al mundo que le rodea. Pues bien, una posición no es más –ni menos– que una peculiar estructura relacional con el mundo exterior activada por los fantasmas y las fantasías asociadas a esta experiencia relacional que se organiza en la fase oral.
Pues bien, esos modos –que no son actitudes más o menos voluntariosas frente al mundo externo– son las dos posiciones básicas que adopta el individuo: la posición esquizoparanoide y la depresiva, siendo la primera más importante que la segunda. Son las dos formas de organización de la experiencia vital que parte de cómo los impulsos agresivos y libidinales van organizando la manera en la que uno se experimenta a sí mismo y al mundo que le rodea y, recuerda, impulsos que se transforman en poderosas fantasías. Eso hace que la concepción que se tiene del aparato psíquico del individuo no posea tanta estructuración como la que propone Freud, y que el Yo no esté formado, en consecuencia y desde la más tierna infancia, sino por un conjunto de imágenes que se corresponden a fantasías de uno mismo, discontinuas y a merced de flujos amorosos y constructivos, o de odio y destrucción. Y la forma de vivirlas, su intensidad, llevan a la una visión de sí mismo o del mundo muy omnipotente, como lo vemos en los pacientes psicóticos o en las situaciones de esta índole.
Pero ¿cómo adoptaría esa posición esquizoparanoide? La verdad es que no es difícil: Uno de los primeros mecanismos de defensa que tenemos los humanos es del de la escisión, mediante la cual separamos de la experiencia de relación con el mundo o con uno mismo aquellas vivencias cuya intensidad son intolerables. Y son intolerables, por ejemplo, aquellas asociadas a ansiedades activadoras del temor a la aniquilación, a la destrucción. Entonces, ¿qué hace de forma automática e involuntaria el sujeto?: ubicarlas (o atribuirlas) a un espacio u objeto exterior a uno mismo, a su self (esa subentidad del Yo constituida por las imágenes que uno se hace de sí mismo y de su relación con los objetos a través de las relaciones que se tienen con uno mismo y con los demás). En consecuencia, el mundo que nos rodea es vivido como amenazador de forma que se preserva la parte buena en y para uno mismo mediante lo que llamamos proyección: «el enemigo está fuera» sería una forma de expresarlo. Es decir, hemos colocado la agresión y lo agresivo fuera de nosotros, y atribuimos ese componente al mundo que nos rodea. Eso es a lo que se alude cuando se habla de pecho malo: el objeto que está fuera y que puede destruirme, dañarme, aniquilarme. Con la escisión –que no es otra cosa que separar hasta el punto de negar la existencia de lo escindido y que, a partir del segundo o tercer mes, y gracias a la maduración neuronal y del propio aparato mental se transforma en disociación– protegemos los aspectos más íntimos de uno mismo, de nuestro self.
Es cierto que no todas las experiencias que uno tiene de bebé –y no tan bebé– son negativas. Las amables, las amorosas, las que no generan ansiedad persecutoria se incorporan constituyendo las partes amables del mundo en el que uno vive. Pero al mismo tiempo que uno vive, el bebé no deja de incorporar aspectos del mundo externo –y de sí mismo– de todo pelaje. Y si en un primer momento –y por necesidades de supervivencia– los elementos con categoría destructiva eran escindidos de la experiencia vital, la creciente maduración facilita que ya no necesiten tan perentoriamente ser escindidos: basta con disociarlos. Eso ya es un gran avance madurativo. Al disociarlos, no los expulso, los tengo en mí: solo que los separo de los que son agradables para que no se contaminen. Pero, claro, esto no es suficiente ya que el Yo va madurando y va pudiendo percibir que lo destructivo y amoroso no están tan separados uno de otro: el pecho bueno y el pecho malo, por decirlo de forma metafórica, corresponden al mismo ser. ¿Cómo puedo aunar estas dos percepciones del mundo? El bebé –y no tan bebé porque desde esta concepción los adultos seguimos poseyendo ese bebé inicial– se ve en la necesidad de poder establecer uniones entre un aspecto y otro de la realidad experimentada. Eso le plantea un serio problema: ¿qué hacer con los impulsos agresivos, con los elementos cercanos a la frontera del odio? La única salida es la otra posición, la depresiva.
Esta posición es compleja, ya que, si bien antes lo agresivo quedaba enajenado respecto a uno y estaba fuera, ahora uno percibe que eso también está en uno. Y aceptar, tolerar e interiorizar que uno posee esos elementos también destructivos con los que puede destruir a personas o cosas que quiere, le coloca en una situación complicada, entrando en la llamada fase depresiva o posición depresiva. Y así, mientras que en la primera posición lo agresivo quedaba colocado, proyectado fuera de uno mismo, en la segunda posición uno debe aceptar ese componente lo que le lleva a desarrollar una nueva capacidad: la reparadora. Lo que no es nada fácil. De hecho, el período depresivo que emerge en todo bebé en torno al sexto mes se corresponde, en esta interpretación, al resultado de los arduos esfuerzos psíquicos que realiza el niño para conciliar lo agradable y desagradable, para aceptar sus propios componentes agresivos y, en paralelo, tolerar un sentimiento reparador. Quien haya trabajado con niños o los tenga, se habrá dado cuenta.
De nuevo un pequeño corte. El desarrollo de un grupo conlleva transcurrir por zonas emocionales muy diversas. Entre ellas hay dos que suelen ser muy densas y de difícil tránsito: la posición esquizoparanoide y la depresiva. En la primera, la atmósfera del grupo suele ser de mucha tensión, la presencia de personas que lideran el pensamiento grupal con ideas persecutorias, ante lo que el resto del grupo no tiene otra alternativa que la escisión. En ocasiones, Lola, los elementos destructores se colocan fuera del grupo, como si la “culpa” de lo que sucede estuviera fuera. En otras son algunos miembros del grupo o incluso el propio conductor quienes personifican la parte negativa del grupo. La elaboración de estos sentimientos que en ocasiones tienen mucha intensidad, suele dar paso a otra posición más compleja, y no menos dura que la anterior: la posición depresiva. Ahí la devaluación del grupo y la pérdida del sentido del mismo suelen venir acompañadas de un empeoramiento de algunos miembros. Como ya te mostraré más adelante, Bion utiliza estas dos posiciones para describir lo que llamará supuestos básicos.
La envidia, los celos y la voracidad
Hay tres componentes más en la propuesta kleiniana. Por un lado, el concepto de envidia. Este es un concepto complejo –además de un sentimiento–. Porque la envidia no deja de ser la expresión del deseo de poseer aquello que tiene el otro y del que se presupone emana toda virtud, poder, etc. Uno envidia el objeto, no tanto por sí mismo cuanto por las suposiciones fantasiosas de que él esconde esos poderes. Es, siguiendo la idea de Klein, el deseo de poseer ese pecho materno del que mana tanto alimento con la esperanza de quitarle ese pecho y, de no ser posible, destruirla por poseerlo. Cierto es que hay una variante de la envidia que es la codicia. En la codicia lo que hay es un afán por poseer lo de los otros para que no lo tenga nadie y estaría emparentado con la idea de voracidad. La envidia es un sentimiento muy primitivo y el más dañino de todos los que compondrían el panorama de la posición esquizoparanoide. Y es en la envidia en donde Klein ubica la raíz de los impulsos agresivos. Pero, claro, para que uno sobreviva a impulsos tan poderosos asociados a fantasías de alto poder destructivo se precisa activar mecanismos defensivos –¿de comunicación también? –que ubique fuera de uno la fuente de la que mana tal sentimiento. Y ahí el segundo componente.
La voracidad es el deseo imperioso e insaciable de poseer todo lo que el otro puede dar, vaciando todo su saber o lo que posee. Está emparentada con la envidia si bien se diferenciaría de ella en que no hay destrucción del continente sino vaciamiento del contenido.
Otro componente, y no menos dañino, es el de los celos. Hay mucha gente que los confunde con la envidia, siendo, como es lógico, otro sentimiento. Porque si en la envidia el componente principal es el deseo de poseer eso que tiene el otro y al que atribuyo todo el potencial mágico de concederle la admiración, la felicidad y un largo etcétera de cosas agradables, en los celos lo que se teme es que en el triángulo formado por el sujeto y otros dos, uno sea menos querido que lo que uno cree que se quieren esos otros dos. Es decir, en los celos hay triángulo en donde uno desea destruir a ese tercero en liza. Los celos son tan destructivos como la envidia, solo que aquí la destrucción va dirigida a la persona que se percibe como la rival en los aprecios y quereres.
Para Klein, ocho serían las defensas que se desarrollarían contra la envidia: la idealización del otro, la confusión entendida como la dificultad de separar lo bueno de lo malo, la evitación del objeto deseado, la devaluación del mismo, la devaluación de uno mismo, la voracidad, provocar la envidia en el otro, no ser capaz de desarrollar amor por el otro.
Finalmente, Lola, la gran complicación de las relaciones interpersonales: la emergencia de sentimientos muy poderosos, omnipresentes –por mucho que algunos nieguen tenerlos– complica un poco la vida de los grupos. Como más adelante te comentaré, estos sentimientos suelen ser los grandes destructores de la vida grupal –tanto en los grupos como tales, como en las sociedades–.