Comunicación y confianza
Pero tenemos una herramienta maravillosa y al tiempo que da miedo: el lenguaje. Los humanos somos animales que nos comunicamos permanentemente. ¡Vamos!, que no hay no comunicación. Es imposible. Y para ello utilizamos diversas vías, procedimientos muy variados para informar al otro de algo que nos pasa, o que percibimos, o pensamos o sentimos. Usamos el lenguaje verbal y el no verbal, claro. Pero en el no verbal hay que incluir absolutamente todo. En efecto, los sonidos, gestos, movimientos, silencios, etc., son mensajes que lanzamos a los demás, como lo son también un bostezo, un llegar tarde, un sentarme aquí y no ahí. Es decir, desde que somos concebidos estamos formando parte de una matriz de significados culturalmente predeterminados (pero al tiempo determinados por las personas que hemos constituido la sociedad y la cultura a la que estamos vinculados desde hace siglos). Todo tiene un significado; o varios. Por lo que todo puede ser interpretado según los códigos de cada uno y en función del contexto relacional en el que nos encontramos. O sea que tan imposible es no comunicar como no significar. Y por lo tanto es imposible no interpretar.
En efecto, todos interpretamos todo lo que hacen los demás e incluso lo que hacemos nosotros mismos. Interpretar significa, aquí, dar un significado según los esquemas que cada uno tiene de las cosas. Y es precisamente porque cada uno de nosotros interpretamos de forma diferente las cosas y las vivencias, que hay malos entendidos. Cada uno interpretamos las cosas según estos parámetros personales que provienen de nuestras experiencias a lo largo de los años de nuestra vida. Y de esto también tenemos miedo. Miedo de la interpretación del otro. ¡Pero si es imposible no interpretar! Ya, pero hay quien cree que si no dice nada, si permanece callado, no va a ser interpretado; visión un tanto ingenua ya que el otro interpretará como le dé la gana ese silencio. Y por esta razón es preciso ir construyendo márgenes de confianza. Sólo a partir de la confianza en el otro (y la del otro en mi) podré ir tolerando esa otra interpretación que el otro realiza de lo que digo, hago, callo… Y es por esta razón que es importante que los profesionales de la atención al otro estemos más preparados para poder interpretar lo que el otro emite tratando de acercarnos a una mayor objetividad del mensaje del otro: es decir, para que esté algo menos contaminado de mis propias interpretaciones. Y, sobre todo, para poder ir tolerando (esto está en el sueldo, reflejo de mi responsabilidad) las variadas interpretaciones que va a hacer el otro respecto a mi o al resto de los miembros del grupo.
Estas interpretaciones están teñidas por la historia personal de cada uno. Pero también por los tintes que nuestra profesión, nuestra preparación profesional, nos ha ido aportando. Y por el contexto en el que trabajamos. Lo que genera otro problema. Mi interpretación de los hechos como psicólogo es diferente de la de un asistente social, un trabajador social, un médico o un enfermero. Y es diferente también en función del género que tengo. Y del lugar del que procedo, y de la cultura familiar en la que fui construido, y… de las similitudes que encuentre con el paciente. Y estas cosas, más allá de ser la consecuencia lógica de eso que llamamos “deformación profesional” en ocasiones se utilizan como elementos que nos ponen a unos en contra de los otros. O dicho de otra manera: el uso de las diferencias para diferenciarnos. Y este elemento, por ejemplo, también está en la zona del Inconsciente grupal. Y esto se veía, por ejemplo, en el aumento de la temperatura grupal cuando apareció el etiquetaje: etiquetaje como forma defensiva de ver al otro. Nos etiquetamos, erróneamente, por lugares de procedencia, por maneras de vestir, por formas de hablar, por ideas y pensamientos que expresamos en confianza o relajo… Y en ese etiquetar va parte de nuestro malestar.
Una paciente me decía, “no puedo dejar de trabajar. Me paso el día haciendo cosas y no me permito ni tomarme un café porque pienso que estoy perdiendo el tiempo”. Hablando del tema comenta que su padre la valoraba por ser la “más trabajadora de sus hijos”, lo que parece jugó un papel importante en su desarrollo: tenía que mantener la etiqueta que le había puesto su padre. Eso es duro. Pero hay muchas etiquetas. Y socialmente ponemos más de las que debemos.
En un momento, alguien hizo mención de los esquemas que provienen de las fábricas familiares en las que hemos sido constituidos. Creo que ese esquema está formado por el conjunto de elementos del otro con los que nos hemos identificado y mediante los que hemos sido constituidos y que proceden de la filogenia: de generación en generación transmitimos aspectos parciales tanto normogénicos (saludables) como patogénicos (que pueden generar “enfermedad”). Esto nos lleva a considerar no sólo eso tan cacareado que se llama el determinismo psíquico, es decir, el grado de determinación por el que el individuo queda condicionado o atrapado por pertenecer a toda una cadena de elementos que se transmiten (y con sus significados), sino a entender que eso que nos pasa no es tanto “culpa” nuestra cuanto que es algo que proviene del entorno familiar que de forma involuntaria ha ido transmitiendo. Es decir, que eso de la culpa habrá que irlo considerando y restringiéndolo posiblemente más a la responsabilidad de nuestros actos que a la culpa por haberlos hecho. Si pensamos en la responsabilidad entramos en otro campo de relaciones interpersonales.