71)GRUPOS DE ANORÉXICAS, DE NIÑOS, DE PADRES… ¿ES QUE HAY QUE PONERLES NOMBRE?

71) Bueno, ahora otra cosa. En algún momento he oído que hay grupos de anoréxicas, de niños, de padres, de ostomizados, o Grupos Multifamiliares… ¿es que hay que ponerles un nombre?

 

Sí. Entiendo que te va a parecer una tontería; pero es preciso pensar en un nombre. Y hay una infinidad de ellos: el grupo de «los lunes», el de las «obesas», el grupo de los «ansiosos»…; y por favor, no debes percibir en ello nada hiriente ni que los devalúe. Precisamos llamarlo de alguna manera para asirlo mentalmente. Cuando el grupo comienza a tener un nombre, empieza a tener una identidad, incluso a sabiendas de que posteriormente igual se lo cambiamos. Eso nos va a ser útil cuando lo supervisemos: lo que encierra este nombre, los diversos nombres que le vayamos adjudicando, los que los propios componentes le pongan, todo esto guarda una rica información simbólica a utilizar, luego, en otros espacios. Ese adjetivo o ese nombre nos va a dar muchas pistas de la misma forma que las da el nombre de las personas. Y este acto de bautizar al futuro grupo (te recuerdo que todavía no lo tenemos organizado), va a propiciar que inicie su desarrollo. Seguimos en la función convocante.

 

 

No existe en la literatura de grupos, o no la supe encontrar, ninguna referencia a ello. Pero curiosamente (acepto que puede ser una casualidad), si no todos, la gran la mayoría de los grupos que he supervisado tenía nombre. Y es que las personas necesitamos nombrar las cosas. Cuando una cosa no tiene nombre, cuando una persona no lo tiene, cuando un grupo no está bautizado, su existencia es vacía. No puede organizarse en el entramado simbólico del conductor. En unos casos corresponde al día en que se realiza, en otros se hace referencia al conductor o al tipo de patología que se atiende, o a alguna característica genérica que lo pueda definir, o incluso al lugar en el que se realiza. Todo ello otorga una entidad particular que llega a ser la identidad del propio grupo.

 

Es evidente que todas las cosas precisan de él para que se les reconozca su existencia. Incluso para poderla tener: cuando podemos mencionar el sentimiento, precisarlo, adquiere una existencia más concreta y real que si aparece una generalización del tipo «me encuentro mal». ¿Qué hacemos los padres con nuestros hijos al poco de saber que van a venir? Iniciamos una negociación más o menos compleja para saber qué nombre le vamos a poner. En ocasiones es un nombre vinculado a la familia, o lo contrario: nada vinculado a ella. O el de un amigo o amiga cercana, o el de alguien famoso… los nombres son muy importantes. En realidad no se elige al azar. Suele ser uno que se articula con una cadena de significantes que son con los que organizamos nuestra vida psíquica. No poner un nombre, no nombrar a alguien es el peor de los castigos que podemos dar a un ser humano. La mayor de las negaciones.

 

Los padres les hablamos a nuestros bebés. Podríamos emitir sonidos cualesquiera, sin significado concreto. Pero no lo hacemos así: les hablamos. Y lo hacemos no sólo como forma de comunicación con ellos sino para que vayan interiorizando sonidos, ideas, palabras que suelen estar asociadas con cosas que les suceden, con emociones que nos suscitan, con pensamientos que se nos hacen presentes, con objetos con los que se relacionan, sonidos que les despierta un determinado interés. Y el niño es capaz de reconocer y hasta de diferenciar aquellos sonidos que tienen significado de aquellos que no los tienen, a partir de un sistema, de una estructura profunda que está anclada en su código innato. Chomsky habla de este sistema, ese código, como de la «estructura profunda» del idioma. Los individuos no tienen que crear una gramática ni están capacitados para hacerlo. El bebé nace con un código que está incorporado al modo de funcionar de sus aparatos perceptivo, cognitivo y motor, código que le permitirá organizar los datos sensoriales y hacerlos lingüísticamente significativos de una manera muy concreta. Dicho de otra manera: el bebé organiza los estímulos auditivos de la manera que determina el código innato (Ogden, T.H., 1989:22.) A través de esta selección de sonidos, articula toda una malla conceptual, de referentes simbólicos, de estructura lingüística que le permitirá su entrada en el campo conceptual del grupo social en el que se encuentra, y entre los que el nombre, su nombre, es el punto central de referencia. El llamarse Pedro, Juan o María, no es algo anecdótico: es, primero, un sonido que hace referencia a uno; y luego, un conjunto de significados que le van envolviendo progresivamente. En muchas ocasiones, los grupos, cuando tienen un historial propio, adoptan un nombre.

 

Los padres, al ponerles el nombre, los incluimos en nuestro campo de referencias simbólicas. No en balde a un hijo lo llamamos de una manera y no de otra. Incluso en el supuesto de que el nombre sea elegido al azar, eso mismo ya es indicativo del lugar en el que se le ubica. En determinados contextos culturales, en determinadas épocas, los hijos recibían el nombre de sus padres, o de sus abuelos, o de familiares que, por alguna razón, eran significativos. En otros casos se recurre a nombres de personas o, incluso, a sucesos que han marcado algo en nuestra vida. O se busca en los diccionarios para escoger un nombre que «sea del país», lo que ya tiene su significación; más allá de la que le otorguen gracias a su grafía, su sonido u otras referencias. Como ves, todo eso ya señala una significación. ¿Y qué guarda? Un ramillete de elementos que colocamos sobre la persona que nació y que, de forma sutil, va a ir enmarcando muchas de sus acciones y, sobre todo, el lugar que ocupa en el entramado simbólico familiar. En el entramado simbólico del padre o de la madre. Y en el de los hermanos si los hubiere. De suerte que ése «me llamo como mi abuelo», o «mi nombre es el de un amigo de mi madre», va tomando todo un cuerpo de significados que marcan buena parte del desarrollo posterior del recién nacido. Y lo ubican en un punto determinado de la red de significados parentales y familiares. Uno de los ejercicios que suelo pedir a mis alumnos es el de la investigación del origen familiar de su nombre, familiar claro, no el de los significados del diccionario.

 

Algo similar sucede también con los grupos: adscribirles un nombre, el poderlos nombrar, forma parte del conjunto de elementos que constituyen nuestra función convocante. Y poderlos nombrar y ver cómo se nombran, aporta una pista más al conjunto de elementos de la fantasía grupal que colorea las negociaciones de significados. En este orden de cosas, por ejemplo, Nitsun, M., (1996) aborda dentro de los elementos antigrupales que emergen a partir de las identificaciones proyectivas, la aparición de determinados nombres con el que los miembros del grupo se autoidentifican: «Al equipo A», «Los cinco magníficos», etc., son un ejemplo de las fantasías proyectadas sobre el mismo grupo por parte de sus componentes. Cierto que ahí Nitsun alude al nombre que el propio grupo, en su dinámica, atribuye a algo que les suscita sus relaciones. O lo que hacen. En este sentido, en uno de los grupos que conduje durante un tiempo, aparecían nombres que aludían al tipo de atmósfera psicoterapéutica que se iba creando: chiste-terapia, tumbono-terapia… y esos nombres encierran muchos significados incrustados en ellos.

 

En uno de los grupos que tengo el honor de supervisar, el equipo adjudicó, en el momento de idearlo e irle dando forma, el nombre de «el grupo de náufragos»: se trataba de formar un grupo con personas que presentaban lo que podemos llamar «fracaso vital» de su proyecto de vida. Los sucesivos nombres que se le fueron adjudicando daban buena cuenta de las fantasías que ya se perfilaban en la constitución mental del grupo. El trabajo de ir abordando las diversas fantasías que sugería no sólo el grupo sino cada una de las historias personales, más allá de la parte dramática de las misma, posibilitaba irse haciendo un boceto de aspectos que podían favorecer o no su inclusión en el grupo. Posteriormente este grupo adquirió otro nombre una vez se pudo trabajar el conjunto de ideas que nos despertaba tal forma de llamarlo. Pero luego hay otros muchos: unos se refieren al día de la semana en el que se realiza, en otros es el lugar en el que se desarrollan las sesiones —recuerdo uno que se autodenominaba el de «Sa cova«, («la cueva», en mallorquín), por desarrollarse en un despacho súperdiminuto y sin apenas aireación—; en otros recibe el nombre del conductor o el del diagnóstico mayoritario de sus miembros. En cualquier caso, cuando estos nombres aparecen en el horizonte simbólico, podemos comenzar a pensar que el grupo tiene existencia en la mente del conductor.

 

Ver qué nombre le adjudicas al grupo que vas a llevar, cómo llegaste a esta decisión, qué significados se adscriben al mismo ya nos va dando alguna pista de tu relación futura con esas personas. Porque no debes olvidar que formarás parte de las diversas constelaciones que se formen. Y tener un nombre para el conjunto de ellos, te ayudará.