La sesión grupal
Tras el silencio inicial y la resistencia evidente a aportar un caso clínico (¿qué tememos?), J., se anima y nos trae el caso del “chico del pantalón roto”. No voy a narrarlo porque creo que todos lo tenemos en la cabeza y porque lo más interesante no estaba en el caso sino en otro lugar.
Habíamos hablado anteriormente de muchas cosas. Una de ellas surgió de la observación que reflexionaba sobre el hecho de que al final de la sesión era cuando aparecían más temas y más participación y que, justamente en estos momentos, el conductor daba por terminada la sesión. O sea, que ese dar por terminada la sesión generaba mal rollo. Eso me indujo a comentar algo que es un fenómeno universal, que es una de las razones por la que la duración de los grupos conducidos bajo premisas psicodinámicas y en particular grupoanalíticas no debiera ser menor de los 75 minutos con un tope de 90. Y que la razón está en nuestra capacidad para poder elaborar la cantidad de elementos que aparecen en la dinámica y en las necesidades de descanso de los profesionales. Lo normal es que se presenten serias resistencias iniciales al abordaje de “lo que tenemos que hablar” frase que no deja de aludir a algo que siempre está presente pero que nunca nadie sabe qué es. En el fondo, eso de lo que “tenemos que hablar” es de lo que finalmente se habla en estos últimos veinte minutos de todas las sesiones grupales; o en la mayoría de ellas.
Sabéis que me gusta introducir sistemas que faciliten el estar en el grupo en especial en estos que tienen un formato didáctico. Así que decidí la construcción de una escultura. Tras colocar un primer punto de inicio para la escultura (mi libreta con la funda de mis gafas sobre ella) nos fuimos animando a colocar más y más cosas en ella. Al principio las colocábamos en ese punto inicial en el que convergían muchas cosas. Desde mi perspectiva, en ese converger se manifestaba lo que desde un punto de vista coloquial podríamos llamar “identificación”. Pero que, como podréis ver, es más exacto decir procesos de identificación proyectiva.
A mi modo de ver muchos os podíais identificar con ese chaval que “se rebelaba en contra del señor de 50”, o “generaba envidia”, o tenía “una madre fantástica” o… Y desde este punto de “identificación” lo que aparecía eran respuestas que en cierto modo venían a aplaudir calladamente su comportamiento, su actitud, su ponerse en su lugar. Pero eso que muchos veíais en la escultura en realidad era lo que poníamos ahí ya que el muchacho no estaba ahí y todo lo que poníamos era de nuestra propia cosecha. Lo que no quita que puedan coincidir las cosechas.
La operación mental que se activó entre nosotros consistía en un proceso mediante el que cada uno “veíamos” cosas en esa actitud del chaval e, identificándonos con esa cosa que veíamos, nos animábamos a colocar símbolos que tenían que ver con “animar al chaval”, “admirar a su madre”, “rechazar la actitud del señor”, etc. Al identificarnos colectivamente con el muchacho no podíamos ver que en el caso del que había explicado J., había más personajes en acción: solo veíamos un fragmento que era con el que nos identificábamos proyectivamente. Eso me llevó a incluir otro punto representado por el cartel. Y ello nos permitió comenzar a ver otros aspectos que estaban ocultos en lo que J., había traído. Pero de nuevo la identificación proyectiva seguía activando sus poderes. Y ya no solo el señor en cuestión sino diversas cosas que iban apareciendo en él o en la relación que había entre ellos dos. Y gracias precisamente a esas aportaciones el grupo, como si de una gran mente se tratase, pudimos ir aportando más y más detalles que percibíamos vía identificaciones, proyecciones, y demás mecanismos mentales de comunicación.
Ese mecanismo de identificación proyectiva era muy semejante al que había aparecido en la relación entre ese señor de cincuenta y el muchacho. Y en las dos direcciones. ¿Será que tácitamente acabamos actuando con los mismos mecanismos que se explicitan en la narración de un caso clínico? Esa pregunta la dejaremos sin contestar.
En un momento y casi de forma mágica (lo estaba pensando hacía rato), V., (¿fue ella, verdad?) introdujo a J., en la misma escultura. Y eso asustó. Distorsionaba la escultura; pero representaba de forma magistral la realidad de nuestra tarea: estamos involucrados en todas nuestras escenas. Esa figura fue sustituida para facilitar la tarea por un casco integral de motorista y dos guantes. ¡Bonita imagen del conductor! Pero en el fondo la pregunta que introdujo fue ¿cuál es la función, el lugar del conductor?