Tras el lapsus, ahí tenéis el capítulo.
Capítulo 12
Hasta ahora hemos hablado fundamentalmente de la relación que se establece entre profesional y paciente, de los procesos de comunicación, del lenguaje manifiesto y latente, y de los procesos transferenciales. Hemos podido comprobar cómo actúan estos últimos de forma que la relación que se establece en el aquí y ahora de la sesión viene como forzada a ser la que habitualmente he establecido con figuras representativas para mí. Y hemos comprobado también cómo desde el profesional se dan procesos similares, por no decir idénticos, que fuerzan al establecimiento de una relación que sea pareja a la que se ha dado siempre con los pacientes y con figuras representativas de la vida de cada uno de nosotros. También hemos hablado de la necesidad de crear un Yo auxiliar que medie entre el paciente y nosotros de forma que de nuestra parte aparezca un elemento que sirva para auxiliar al otro y auxiliarme a mí mismo.
Ahora, antes de seguir con otro aspecto que me gustaría poder incorporar que es el de qué trucos podemos utilizar para explorar más y de forma útil la geografía del paciente, desearía que nos detuviéramos un poco en algo que no se suele tomar en consideración en la práctica psicoterapéutica y menos psicodiagnóstica. Me refiero a esos sentimientos que podría ser que aportaran más información que la que proviene de la dualidad amor/odio y que son el correlato de los dos instintos básicos, eros y tanatos. Eso nos obliga primeramente a abordar un aspecto teórico que os puede sonar a chino: la teoría de las relaciones de objeto o teoría de las relaciones objetales.
La teoría de las relaciones objetales es una forma de explicar cómo nos relacionamos con los demás y al mismo tiempo cómo nos constituimos. Quisiera advertiros que aquí no pretendo “copiar” lo que otros autores bastante más autorizados que yo han escrito y han teorizado sobre el tema a partir de su larga experiencia clínica. Pretendo explicaros lo que voy entendiendo del tema de forma que pueda ser entendido por vosotros (y posiblemente por mí mismo). Esta teoría, como toda teoría, pretende ofrecer un modelo explicativo de algo que se considera muy cierto (aunque sigo teniendo mis muchas dudas) y es la existencia del “mundo interno”. Para explicar esta idea debo acudir al lenguaje normal, el de la calle. Y todos sabemos que coloquialmente hacemos referencia a lo que sucede en “mi interior” o “dentro de mí”. Al hablar así hacemos referencia sin darnos cuenta a eso que en el lenguaje más científico se denomina “mundo interno”. Parece que consideramos cierto que cuando decimos “dentro de mí pienso o siento tal cosa” o “siento algo dentro que me resulta difícil explicar”, o frases semejantes aludimos a algo que está dentro de nuestra piel, dentro de nuestra cabeza. Lo que supone que debe haber un espacio (como el que ocupa el corazón o el hígado) que debe estar habitado por eso que llamamos psíquico y que no tiene una connotación física: no decimos, en mi lóbulo parietal… sino que nos referimos genéricamente a algo interno. Si lo tomamos como metáfora, me vale. Porque es una forma coloquial de explicar algo que sentimos en nosotros mismos, en “nuestro interior”, aunque en realidad parece que hacemos mención a que cuando nos ponemos a pensar o a considerar lo que sentimos o percibimos, creamos un lugar en esto que llamamos psique (pero que queremos diferenciarlo del eso llamado alma) en el que aparece un debate intenso.
Si tomamos como referencia las múltiples esculturas que hemos hecho en clase, imaginad que una de ellas hay una silla que ocupa un lugar central, por ejemplo. Esa silla puede simbolizar la base sobre la que se construye el individuo (fundamentalmente su capacidad perceptiva y memorística) y que ocuparía ese núcleo central del individuo (no me acaba de gustar la idea de “núcleo central” pero es pedagógica), de su entidad psicológica o psíquica que es la que está en contacto constante con el mundo personal y el que le rodea. Fijaros que nos hemos saltado un punto muy importante, el que representa el paso de la entidad física a entidad psíquica; pero en este punto no vamos a entrar para no complicar la explicación.
La forma cómo se ha ido constituyendo ese núcleo proviene de su capacidad de “introyectar”, es decir, de incorporar las cosas que percibe y que retiene en su memoria. Pero recordad que al tiempo que incorpora también “ve” el mundo desde su óptica (es decir, proyecta) ya que desde el mismo momento en que existe una entidad psíquica (por mínima que sea) esa entidad ya condiciona lo que va a ir sumando. Pues bien, a partir del momento en que se “inicia” ese proceso va estableciéndose un continuo toma y daca con el entorno y con las percepciones que también tiene de sí mismo. En este interjuego va clasificando esas percepciones según tres aspectos que ya mencionamos hace tiempo: la imagen que se percibe, la tonalidad afectiva con la que lo recibo, y una representación de “mi relación con esa cosa que percibo”. Estos tres aspectos se clasificarían en “agradables”, es decir, aquellos que me proporcionan un determinado placer y que están en la línea del Eros, y las desagradables que estarían en la del Tánatos. Por ejemplo, cuando tomo a mi nieta en brazos y la zarandeo, si esto le produce placer, el “soy zarandeada por ese” queda clasificado de forma diferente a si esto le resulta desagradable. O sea, la primera clasificación parece rondar en torno a esos dos polos. Cierto que uno lo puede entender como que Eros y Tanatos son dos principios independientes de la naturaleza que desde cada polaridad ejercen un poder sobre nuestra existencia y nuestras manifestaciones, o que sólo existe uno y el otro sería la carencia de ese que existe. En este sentido se suele aceptar que existe el Eros (lo constructivo, lo evolutivo, lo que tiende al desarrollo) en tanto que su carencia se manifestaría por lo que llamamos Tanatos (lo no constructivo, lo no evolutivo, y lo que no tiende al desarrollo). Sea como sea la realidad está ahí y podríamos decir, que en torno a esas dos polaridades se van organizando una serie de vivencias que es a las que quiero llegar.
En un primer momento del desarrollo (que es similar a un primer momento de la intervención psicológica) sólo tomo en consideración aquellas cosas que me resultan agradables. Aquí conviene añadir que la palabra “agradable” es totalmente subjetiva; por poner un ejemplo, no siempre un poco de azúcar debe ser clasificado necesariamente como agradable ya que si el contacto con el azúcar se produce en un momento desagradable, o porque un ruido lo altera, azúcar y sonido desagradable pueden quedar enlazados y hacer que eso que todos diríamos que es agradable, no lo resulta para esa persona. De forma similar, el primer o primeros encuentros con el paciente que suelen ser momentos de tensión, de un cierto nivel de confusión, nervios, incertidumbre…, no necesariamente deben ser catalogados como agradables (ni por el paciente ni por el profesional), y de ellos tomaremos aquellos aspectos que a nosotros nos resulten agradables y no percibiremos aquellos que de entrada son rechazables o generan mucha ansiedad.
En un segundo momento del desarrollo (o de la asistencia profesional) comenzamos a darnos cuenta de que hay cosas que no son tan agradables como antes, que hay cosas que nos resultan desagradables. Es un momento crítico del desarrollo (y de la asistencia) ya que a partir del peso que tengan las cosas agradables se valora qué hacer con esas cosas. Por lo general el bebé comienza a establecer puentes entre aquellas cosas agradables que proceden de un mismo elemento perceptivo y las que son desagradables y asociadas a él. Por tomar seguir con el ejemplo, mi nieta comenzará a valorar si aquel zarandeo agradable debe ser compatibilizado con alguna percepción desagradable que pudo percibir por parte de ese que me zarandea o del hecho del zarandeo en sí. Y podrá decidir en algún momento que “ese que me zarandea” me produce sensaciones agradables aunque a veces las tiene también desagradables. Es decir, deberá comenzar a establecer puentes entre la cara bonita y la desagradable de la experiencia. Y de forma similar sucede con la relación con el profesional: deberá decidir si sigue con él o no, Y viceversa, claro.
Junto a este proceso que va a ir prosiguiendo a lo largo de toda la vida, se dan una serie de emociones que colorean estas experiencias y por lo tanto, colorean también las asociaciones que se establecen, las conexiones que se determinan entre las diversas experiencias perceptivas y con los diversos recuerdos que almacena nuestra memoria. Fijaros cómo en el plano de lo neurológico, el grado de maduración de las interconexiones que se establecen entre las diversas partes del cerebro, así como de las experiencias propioceptivas y heterocepticas, va a ir determinando toda una forma de estar en el mundo y en las relaciones consigo mismo y con los demás.
En estos momentos, además de los dos polos mencionados se habla de un sistema emocional primario que es innato y común a la mayoría de los mamíferos. En principio parece que esas emociones primarias serían: exploración/curiosidad, temor, pánico/ansiedad de separación, angustia, lujuria (deseo, codicia), cuidado, y juego/gozo. Si articulamos estas clasificaciones quizás podamos hacernos una idea de los aspectos que hacen sufrir al ser humano. Veamos.
Exploración/curiosidad. Parece evidente que todo ser tiene ese mecanismo que le lleva a mostrar un interés por todo lo que le rodea. Sin ese mecanismo nadie iría más allá de sí mismo y en ello el Eros está plenamente identificado. La exploración, la curiosidad por todo lo que me rodea me lleva a tener una actitud activa, diligente hacia la propia vida. Diligente significa ser cuidadoso, exacto y activo con las cosas, o mostrarse pronto, presto, ligero en el obrar. De hecho un bebé es un ser activo (a no ser que le hagamos pasivo) que busca lo que sucede a su alrededor, tiene una actitud exploradora, incorporadora de experiencias diversas. ¿No os parece que eso es justo lo contrario a la pereza, la apatía, la pasividad? Fijaros que estas emociones englobadas en esta raíz común de la curiosidad o de la exploración hablan de la actitud que mantenemos ante los “objetos” que nos rodean y nos lleva en su versión patogénica a posicionamientos del tipo maniforme o depresivo. El primero sería como un exceso de curiosidad y de exploración en tanto que el segundo quedaría paralizado tal impulso. Eros y tánatos en plena tensión. Si lo vemos en la relación con el otro, ¿hasta dónde ese otro tolera o soporta las manifestaciones de excesiva curiosidad o de su carencia? Ahí el entorno moldea. Si frenamos la curiosidad y la actitud exploradora vamos cercenando el desarrollo de lo creativo (eros) a favor de la pasividad y la apatía (tanatos)
2. Temor. Es otra de esas emociones primarias que tienen un alto poder de protección y gracias a él tendemos a huir o rehusar aquello que valoramos como dañoso, arriesgado o peligroso. O algo que nos hace sospechar o recelar de un daño posible. ¿Cuál es el principal problema? La separación del otro que me condena al aislamiento o la fusión con él. Es decir, hablamos de una vivencia que nace de la relación con el objeto (externo o interno) de nuestra atención. Esa vivencia nos lleva a considerar que algo del entorno puede dañarnos (o del interior de uno mismo, por ejemplo, la conciencia estricta que nos acusa de ser los responsables de ello) separándonos irremediablemente del otro o fundiéndonos en él. El Eros nos protege al decirnos “cuidado” que te separas demasiado o “cuidado” que te fusionas; aunque un exceso nos lleva a paralizar ese cuidado y detener la tendencia creativa. Este temor en unos casos nos llevará a reaccionar de forma protectora (la llamada sana paranoia anticipatoria) o dañina. Hay varios tipos de respuestas de temor que en unos casos se manifiestan en relación a personas o a frente a cosas. En otras ocasiones es el temor a uno mismo. Hay varias emociones vinculadas al temor:
a. Los celos son la expresión de un temor y siempre implican un tipo de triángulo: deseo ser querido como creo que ese le quiere a él. Es decir, deseo estar en el lugar del que a mis ojos es querido, o más querido que yo. Ese deseo (o el temor que lo habita) es tan intenso que me lleva a destruir a la persona que ocupa mi lugar o a destruir a la persona de quien emana ese afecto. Por un lado se combina el deseo de unirme a él y al tiempo el de destruir a ese que está unido en mi lugar. Aunque fundamentalmente es un deseo vinculante, de unirme a alguien por lo que algo del Eros está implicado aunque su excesiva fuerza tiende a destruir. Fijaros cómo en este sentimiento como en muchos otros, el que queriendo o no activa los celos de un tercero tampoco se siente necesariamente cómodo al percibir que se le tiene celos, lo que complica la relación. Estamos hablando de las emociones que nacen de la intensidad de mi deseo de pertenecerle a ese “objeto de mi amor” o de “poseerlo yo sólo”.
b. La envidia. Es otra expresión del temor, es un sentimiento que surge al constatar que el otro tiene algo que es percibido como crucial para poder sobrevivir en algún sentido. Anhelo eso del otro, me apeno por no tenerlo yo. Este sentimiento que nace también del Eros en función de su intensidad y tonalidad hace que se luche por conseguir algo parecido (en cuyo caso la envidia se torna admiración, emulación o superación) o por destruir eso que el otro tiene, emergiendo en este momento el tánatos. Se le suele atribuir un vínculo grande con la rabia y lo agresivo dadas las activas maniobras para destruir el objeto que envidio. Por otro lado no siempre es cómodo vivir con el que me envidia, es decir, uno tampoco suele llevar bien que el otro le envidie, lo que acarrea otros problemas. En ocasiones el temor a ser envidiado hace que alguien detenga su propio desarrollo.
c. Vergüenza. Es otra expresión de temor. Es un sentimiento muy poderoso que surge al temer que los demás puedan reírse de, puedan ridiculizarme o criticarme por algo que me caracteriza, de alguna de mis propiedades, habilidades, o atributos. En consecuencia, para evitar que se me ridiculice por eso que tengo, lo escondo y me avergüenzo si se me lo descubren. O me escondo y me avergüenzo si me ven. Lo propio es vivido como deshonroso, humillante; como algo a lo que no tengo derecho a tener y por lo tanto debo rechazarlo y ocultarlo. Es un sentimiento que me aparta de los demás, o les alejo de mí para ocultar eso. Suele andar vinculado con una imagen muy idealizada en este aspecto y que al chocar con la valoración que se realiza de ello, me aparto o escondo. La vergüenza puede ser de características o atributos que se consideran agradables o ante éxitos alcanzados; lo que no significa que eso me avergüence mostrarlo.
d. Timidez. Es otra característica del temor, si bien en este caso no es de una característica como era la vergüenza sino de un impulso. El diccionario la define cualidad de quien se muestra temeroso, medroso, encogido, falto de ánimo. En realidad se asemejaría a la vergüenza, sólo que aquí lo que se teme es algo que guarda relación con las fuerzas agresivas. Aparentemente el tímido teme al otro, pero también se teme a sí mismo. El tímido oculta un alto nivel de agresión que no osa mostrar. En unas ocasiones la fantasía que le gobierna adquiere formas proyectivas bajo el temor a que los demás le “ataquen” por lo que se muestra quedo, callado, rehusando el contacto con los demás. El tímido, teme que eso proyectado en el otro se corresponde a su propia agresividad. Por eso se aleja del otro, se muestra medroso, encogido; y por esta razón, cuando el tímido rompe con esa parálisis puede mostrar reacciones excesiva y sorprendentemente agresivas.
e. Soberbia. Es un sentimiento potente por lo dañino ya que el temor que encierra es a descubrirse diferente a cómo se cree uno. Con ella, uno se considera que está por encima de los demás no pudiendo aceptar crítica, derrota, fallo, pérdida ni comentario valorable como negativo respecto a uno mismo. Por esto se muestra altivo y con gran temor a que algo le haga recapitular. Por eso cuando se da esa situación tan frustrante, la reacción es altamente agresiva. Los elementos de soberbia de cada uno nos llevan a mirar a los demás por encima del hombro y a estar permanentemente atentos a que los demás no le valoren menos que a los demás. En realidad oculta una gran pequeñez, un gran temor a que se le vea pequeño que debe ser compensado por la altivez. Tras esa gran carencia se muestra despreciativo alejando a los demás y ubicándose en un pedestal; por lo que el sentimiento de soledad se le va haciendo cada vez más insoportable. Por esta razón la soberbia encierra grandes dosis paranoides.
f. Orgullo. Si bien la autoestima y por lo tanto un grado de orgullo en sí mismo es necesaria para poder desarrollarse con normalidad, cuando hay un exceso de autoestima adquiere una connotación negativa. El orgulloso se vanagloria de sus cosas, se muestra arrogante, presuntuoso y hasta en cierto modo pendenciero para con los demás. Fijaros que del orgulloso solemos apartarnos cuando ese su orgullo acaba eclipsando la existencia de los demás si bien, y a diferencia del soberbio, es algo más accesible al trato que el anterior. Lo opuesto es la humildad, si bien también hay falsos humildes que son la tapadera de grandes orgullos que no osan mostrar. Tras muchas humildades aparentes se esconden personas que son muy orgullosas pero temen a ese propio orgullo que poseen por el temor a que si se mostraran así acabarían muy solos.
3. pánico/ansiedad de separación. Fijaros cómo este sentimiento está omnipresente en nuestra vidas. Nacemos de un vínculo vital cuya ruptura nos lleva a una autonomía; pero no siempre ese paso es entendido como progresión madurativa y queda subrayado el temor a no poder sobrevivir. Y adopta formas muy diversas según el caso.
a. Hostilidad. Es el sentimiento que uno siente hacia los demás de forma casi habitual cuando el miedo a quedar aislado, abandonado, o la vivencia de no formar parte de algo, de alguien, emerge en la percepción de la realidad. En realidad es una actitud activa de rechazo, de separación o destrucción del otro. Por lo general vemos peligrar nuestra existencia ante las fantasías de poder ser agredido, o ante la constatación del ataque que proviene de esa persona u objeto externo. La vivencia de sentirse muy pequeño e incapaz de sobrevivir al verse en manos del otro, manipulado o sometido por el otro, le lleva a actuar de forma violenta de manera que aleja a los que en muchas ocasiones podrían hacerle compañía.
b. Rabia, cólera, ira, odio. Sentimientos intensos que nos activa el otro y que nos llevan a estar prontos a la agresión. Agredimos o agrediríamos a la persona (o a la situación) que nos ha dañado en tanto que percibo una amenaza en el vínculo, sea por separación o fusión, sin poder pensar qué parte del otro ya es nuestra. Rompemos con la que nos muestra ese aspecto que es el que nos cuestiona el vínculo que tengo. Deseamos a toda costa que desaparezca (la agresión tiene como objetivo final matar a quien nos dañó, romper el espejo en el que nos vemos) o que se distancia infinitamente de nosotros. En ocasiones nos agredimos a nosotros mismos si consideramos que eso es nuestro, es intolerablemente nuestro. Son el resultado de niveles de enfado muy elevados, es decir, de amenazas al equilibrio relacional muy grandes y que se visualizan como irreparables. Se calibran por la cantidad de emoción que hay en ellos y hacia dónde va esa emoción. En estos estados la capacidad de pensar queda absolutamente anulada. Por lo general los mecanismos de identificación proyectiva e introyectiva están muy activados por lo que resulta muy difícil reintroducir la capacidad de pensar. Ahora bien, en la medida que somos capaces de aceptar ese sentimiento potente, de hacerle frente sin agresión, de enseñar la parte destructiva y las consecuencias de tal destrucción y, en la medida que podamos vincularlos con lo que le produce tanto susto y tanto miedo, ganamos tiempo al tiempo.
c. Enfado, enojo. Es la impresión desagradable que tenemos cuando algo contraviene nuestros deseos ya que ello cuestiona el vínculo separándonos de ello o fusionándonos irremediablemente. Por lo general activa deseos en contra de la persona o de la situación que lo ha causado. Cuando es muy elevado nos conduce a la rabia, cólera, ira y odio. Fijaros que cuando el objeto (es decir, aquella cosa que no es sujeto) no contribuye a nuestro bienestar el primer sentimiento de desazón, de disgusto, de pesadumbre, bien pueden llevarnos a la posición de enfado. En realidad ese enfado es una reacción ante el desequilibrio que genera aquello que nos ha disgustado, como si ello nos obligara a buscar un nuevo equilibrio. Pero no siempre somos muy conscientes de ello o siéndolo, no nos atrevemos muchas veces a comunicarlo dada la complejidad de la situación o no podemos decirlo. Cuando el profesional tampoco valora estos estados anímicos, no los valorará como importantes, claro. Pero el ayudar a valorarlos posibilita que se vaya aligerando la carga que impide juntar aquellos aspectos positivos con los negativos.
d. Avaricia. Es el afán por poseerlo todo, por apoderarse de lo de los demás pero no tanto para disfrutarlo cuanto para poseerlo dado que el no poseerlo activa el temor a no ser nada, a no ser reconocido, visto por el otro. El avaricioso, por lo general, no disfruta de sus propios bienes sino sólo de poseerlos. No necesariamente tiene que ver con bienes de tipo material ya que el avaro puede acumular cargos, posiciones, prebendas más allá de que las disfrute o no. Un profesional puede mostrar avaricia en asumir todos los casos que puede en una especie de competición por ser el que más trabaja, o el que mayores dificultades asume. O coleccionar amigos como quien colecciona cromos. Hay quien no puede tolerar no ser el primero, pero no tanto por algo de la competitividad cuanto por el pánico que puede sentir si no “tiene ese puesto”. La reacción que suscita puede ser más de distanciamiento que de otra cosa. La vivencia de encontrarse con alguien que permanentemente va “chupando” de los demás suele generar malestar y uno suele tender a abandonarlo a su suerte.
4. Angustia. Es la vivencia de un peligro indeterminado de separación o fusión con manifestaciones somáticas bien determinadas. Ese peligro no tiene por qué tener una razón que la sostenga ya que fundamentalmente es un sentimiento. Es precisamente lo indeterminado de la misma que le hace más angustiante (valga la redundancia). Hay varios grados a partir del reconocimiento de la realidad que asusta:
a. Ansiedad. Los clásicos diferencian la ansiedad de la angustia cuando no aparece un elemento somático muy concreto y determinable. En realidad se refieren más a los aspectos psíquicos de la angustia en tanto que esta última incluye lo somático. La ansiedad puede ser muy difusa y en realidad la sentimos cada vez que algo nos despierta el temor a que ocurra algo aunque no sepamos qué es ese algo. Y ese algo guarda relación con mi vínculo con los demás. En función de cómo manejamos esa ansiedad los comportamientos toman forma de voracidad (ansiedad que se muestra en el comer), hiperactividad (la que se manifiesta con mucha actividad), despiste (la que baja la capacidad de atención), somnolencia, tics, etc.
b. Susto, miedo, espanto, pavor. Por lo general son sentimientos que tienen un objeto que es el que provoca esta sensación: algo ha irrumpido en nuestro equilibrio relacional que ha introducido una inestabilidad grande. Son sentimientos que van cerca o que se siguen los unos a los otros. El primero suele ser más repentino, más sorpresivo, en tanto que el segundo parece tener más recorrido y vinculado a algo muy concreto. El tercero y el cuarto añaden más carga afectiva ante algo que se acerca a la destrucción y de cuya objetividad no hay duda. Con frecuencia cuando aparecen estos sentimientos hay reacciones muy viscerales, muy irascibles, que tratan de asustar a lo que asustó. Pero en otras ocasiones nos paralizamos, nos quedamos inmóviles. Lo que vemos, lo que percibimos es vivido como algo amenazador y que nos amenaza. Y por lo general el susto nos lleva a defendernos bien mediante la paralización (con la consiguiente paralización de nuestra capacidad de pensar) o con la huida. Ahí nos escapamos de la situación o de la persona que nos genera ese susto. En ocasiones la huida es mental: fantaseamos, fabulamos un mundo diferente, o llegamos a delirar o a crear imágenes que son alucinaciones mediante las que nos escapamos de la cruda realidad.
5. Lujuria. Deseo más o menos desorganizado del placer en sí mismo y por sí mismo. No estoy hablando específicamente del placer carnal, sexual; aunque también. En realidad se trata de la expresión de un deseo centrado en uno mismo, en una autosatisfacción permanente, una necesidad de encontrar el placer de hacer algo por el mero hecho de hacerlo y sin muchas posibilidades de compartirlo con los demás. El goce del poder suele anidar en este tipo de sentimientos: puedo sobre los demás, estoy por encima de ellos, ellos están a mi servicio, y eso me da satisfacción. Eso conlleva dos tipos de reacción, la de quienes se apartan y la contraria, la de los que se agrupan en su entorno no tanto por el placer que les aporta cuanto por los beneficios que pueden derivarse de ello. Por más que luego hagan leña del árbol caído. En la lujuria el otro no existe como sujeto, sólo como objeto de satisfacción. Cuando el placer se centra en el objeto alimento, lo denominamos Gula.
a. Gula. Deseo desordenado por comer y obtener placer en ese mismo acto. Y aunque solemos asociarlo al placer de la comida, de los sabores, y por todo aquello que rodea al comer y al beber, hay también un tipo de gula que guarda relación con la avidez por saciarse de conocimientos, de saberes, e incluso de chismorreos por el propio placer que ello conlleva. Hay quien le da por hablar en un acto o conducta que se centra más en el propio placer oratorio que en el comunicativo. El charlatán, el verborreico, el que inunda a los demás con informaciones que apenas tienen interés, es en el fondo un goloso.
6. Cuidado. Cuidar, atender al otro, procurar su bienestar o el propio son características que aseguran la estabilidad del vínculo. Pero al tiempo cuidar alude a prestar atención, advertir ante un peligro que puede venir de fuera de uno o de sí mismo. Si prestamos atención a ese elemento, el cuidado es precisamente lo que nos ayuda a estar atentos al establecimiento de vínculos con uno mismo y con los demás que procuren una estabilidad y duración en las relaciones que mantenemos. Parece que el cuidado está más arraigado en el eros que en el tanatos; si bien en alguna ocasión debemos emplear la agresión para asegurarnos el cuidado preciso.
7. Juego/gozo. Fijaros que este concepto alude directamente a la intervención del eros en tanto que el juego, el gozo, suponen placer, divertimento, alegría, sin mayores objetivos que entretenerse y divertirse. El juego está en todos los mamíferos y es fuente de importantísimos aprendizajes. El juego supone también imaginación, creatividad, posibilidad de salir de la rutina, oxigenarse, airearse de lo cotidiano para poder incorporar a la vida esas dosis de salud que tanto necesitamos. Su carencia habla de grados de sufrimiento que inexorablemente nos llevan a la psicopatología. Y es cierto que en ocasiones el juego puede ser leído como peligroso: cuando el objetivo no está en el divertimento, sino que queda articulado con la expresión de los temores, de las angustias, y de otros aspectos que he venido mencionando anteriormente.
Como podemos ver todas estas emociones existen en mayor o menor medida en todos nosotros. Y por lo general no se muestran de forma única sino que en cada momento emergen unas u otras en compañía de las que puedan ser compatibles con aquella situación. Esto hace que como Orientadores debamos tener cierta sensibilidad para poder entender qué es lo que se esconde en las conductas de los pacientes para poder captar la emoción que ronda y ver cómo podemos irla encauzando.
Son los textos de la revisión total de los que fueron publicados en 2004. Muchos de ellos todavía no han pasado la revisión estilística, pero en cuanto sean revisados los modificaré.