Resumen. Tras unos comentarios a raíz de la experiencia de una de las alumnas del curso, reflexiono sobre la función terapéutica, la capacidad de cuidar, de acompañar, que son los requisitos básicos de nuestra función profesional.
Resumen. Tras unos comentarios a raíz de la experiencia de una de las alumnas del curso, reflexiono sobre la función terapéutica, la capacidad de cuidar, de acompañar, que son los requisitos básicos de nuestra función profesional.
Palabras clave: confianza, relación, acompañamiento, cuidado, pensar, función
Han pasado ya muchos días y sentía un lejano quejido, como el del bebé que reclama desde su cuna, su moisés, que le vayan a ver. ¿Qué de cosas debe haber en la mente de una madre cuando debe atender a varios hijos y no sabe si lo que hace está bien o no? ¿Qué debe pasar por su mente para decir aquello de “esa cosa” sabiendo que tal cosa es su propio hijo? ¿Cómo debe sentirse cuando compara lo que hace con lo que hacen otros niños de la edad del suyo? ¿Qué debe sentir una madre cuando le pasa por la cabeza que ese hijo suyo igual no es como los demás y, en cierto modo, se avergüenza de tenerlo? Francamente no creo que a nadie de nosotros le gustase estar en su piel.
Como ya no tengo por qué ser “correcto” en lo que digo (ventajas de la edad) creo que estamos en un momento social particularmente dañado; pero no por la crisis económica sino porque el dolor que acumulamos es alto y no nos estamos posibilitando digerir con una cierta tranquilidad los diversos tropezones que debemos comer de este plato de la vida. Un amigo mío, Morris Nitsun, señala en un texto llamado de forma tan dura The Anti-Group, que una de las razones por las que estamos como estamos es que los cambios a los que nos vemos obligados a adaptarnos son tantos y aparecen con tanta velocidad que no tenemos tiempo suficiente para adaptarnos. Cierto que a pesar de todo la humanidad trata de ir avanzando pero tropieza con sus propios pies: es como cuando andamos con los zapatos sin atar que a la mínima el propio cordón nos hace trastabillar.
Todos vosotros sois como la segunda promoción de este curso que atiende a una serie de profesionales que trabajáis en esto que llamáis Espais verds y que junto a las guarderías, escoles bresol y posiblemente muchos otros desarrollos asistenciales son espacios en los que los padres se encuentran con otros padres y con los hijos de todos con la esperanza de entender algo de lo que sucede entre ellos y sus hijos. Y digo padres porque en esta palabra se incluye a los dos géneros desde hace varios siglos de nuestra cultura. Ahora bien, eso no quita para que sean principalmente las madres las que acudan a estos lugares ya que, posiblemente porque es así nuestra estructura biológica, es la madre la que ejerce la principal función socializante y educativa durante los primeros años de la vida de cualquier ser humano. Y esta promoción, hasta que no se me muestre lo contrario, está formada por mujeres, sólo por mujeres. Lamentablemente sólo por mujeres. Y si digo “lamentablemente” no es por eso “políticamente correcto” que está tan en boga. No. Sino porque la presencia de los padres nos ayudaría mucho más a entender todo lo que se cuece en esa relación privilegiada que es la que se da entre una madre y su hijo.
Todas vosotras sois mujeres y el único varón soy yo. Y eso complica la situación ya que no dejo de ser el representante del otro género que es punto básico para que la función materna pueda ser ejercida con la tranquilidad, el sosiego y el apoyo que requiere tal responsabilidad. Seguramente en esta relación que se de en el grupo entre vosotras y yo habrá muchos ingredientes de la relación marido-mujer, padre-madre, madre-hijo-padre que a la postre es la ecuación básica del desarrollo del ser humano.
La psicología desde casi el inicio de su andadura como área específica de conocimientos que tiene que ver con el ser humano, ha ido centrando sus esfuerzos en la comprensión de ese ser en tanto que individuo; esto es, ser indivisible (de indivisus). Pero en este empeño en individualizarnos ha llegado a caricaturizarnos de forma tan exagerada que ha olvidado una cosa que en los últimos quince o veinte años está cada vez más clara: el hombre nace, crece y se desarrolla a partir de las relaciones que establece con el entorno y, de forma muy particular, con sus semejantes. Dicho de otra forma, si a un bebé le pusiéramos en un medio en el que tuviera todo lo que se debe tener para crecer (alimentos, higiene, temperatura adecuada…) pero no tuviera contacto alguno con ningún ser humano, moriría. El hombre necesita de la relación con el otro para poderse constituir como tal. Y cuando digo relación no me refiero a que conozca gente, a que esté rodeado de personas, no. Quiero señalar que precisa, requiere, ha de menester del otro para poder ser, existir.
Winnicott, un pediatra inglés (Plymouth, 7 de abril de 1896 – Londres 25 de enero 1971) que además fue psicoanalista muy influyente y que en cierto modo está muy cerca de los posicionamientos más actuales que ponen el acento en la relación, señaló que nunca existía un bebé sino que sólo existía un madre con un bebé y u bebé con su madre. Es decir, que no podemos entender nunca lo que es o lo que le sucede a un bebé si no entendemos y sabemos lo que le pasa a su madre. En realidad la entidad madre-bebé es una célula básica social que no puede ser desechada; aunque en realidad esa célula precisa de la existencia del padre. Eso significa que cuando la madre a la que de forma tan expresiva nos explicaba una compañera y que había hablado de “qué hago con esa cosa” lo debemos entender en un contexto que va más allá de su sufrimiento o de lo que le pueda pasar al bebé: los dos forman una unidad que de forma inexorable habla de la presencia por algún lugar de la figura del padre.
El encuentro de nuestra compañera con esa madre de la que habló, en realidad se corresponde al descubrimiento de un hecho que puede ser desconcertante: una persona viene y nos muestra esa cosa con la que no sabe qué hacer. Esto, más allá de que nos pueda escandalizar, indica que esa mujer está desbordada por una serie de circunstancias entre las que se encuentra su hijo. Y nuestra compañera nos presentó a esa cosa: una pareja de seres humanos que nos descoloca y nos desborda. ¿Qué hacemos con esa cosa?
La palabra terapéutica es muy bonita. Viene del griego, de un término que significa cuidar, acompañar. Lo que pasa es que como se nos olvida que “pensamos en griego, hablamos en latín y en árabe” el significado de las palabras que empleamos va quedando oculto como quedaron ciudades enteras que fueron abandonadas por sus habitantes y la maleza las tapó y ocultó. Lo que provoca que en muchas ocasiones, al haber olvidado o simplemente desconocido el origen y significado de las palabras, creamos que una palabra tiene una significación complicada y oscura. Pero no, o al menos no en este caso. Y si su significado es cuidar, acompañar, ¿cómo nos las apañamos para cuidar y acompañar a “esa cosa”? Recordad: esa cosa es esa pareja.
Cuidar significa “Poner diligencia, atención y solicitud en la ejecución de algo” (DRAE), por lo que prestar atención a esta persona que viene con su hijo, aportarle nuestro cariño de forma activa, asistirla pueden ser las primeras cosas en las que deberíamos poder pensar. Pero cuidar también significa “Discurrir, pensar” (DRAE), lo que conlleva que en el cuidado que prestemos algo debe haber de ese discurrir, pensar que indica la palabrita de marras.
Pero terapia significa también acompañamiento. ¿Cómo la acompañamos? Esta palabra, acompañar, también significa Participar en los sentimientos de alguien lo que nos pone en una tesitura complicada, ¿cómo vamos a participar de los sentimientos de alguien que llama “cosa” a su hijo? Esto, como podréis comprender es algo más complejo. Ya que esto conlleva poderlos conocer. ¿Cómo hacer para conocerlos? Volvamos a la relación.
Cuando entramos en contacto con alguien, a nada que hagamos se establecen miradas, hay un baile corporal de acercamiento y acogida, aparecen una serie de gestos corporales, faciales que establecen como el marco general dentro del que vamos a ir conociéndonos. Nosotros en el aula nos colocamos de una determinada manera, por ejemplo. Desarrollamos desde el mismo momento de nuestro encuentro, un complejo sistema mediante el que cada uno de nosotros se colocaba en una posición respecto al otro y a mí. Y nos pusimos a hablar. Sin guión, sin una pauta determinada (hablemos de tal cosa), sin una partitura qué seguir fue apareciendo una determinada música entre nosotros. Cada uno con nuestros instrumentos y nuestras habilidades íbamos tejiendo una red de comunicaciones verbales, no verbales, a través de las que comenzamos a conocernos. No estábamos haciendo nada que no supierais o supiéramos hacer previamente. Y fue apareciendo una conversación en la que creo que nos sentimos cómodos. Y en esta comodidad cada uno de nosotros iba conociendo al otro a partir, no de un determinado cuestionario o de declaraciones más o menos almibaradas de cómo era cada cual sino a partir de cómo decíamos lo que decíamos, de cómo callábamos, de cómo nos expresábamos, de cómo y cuándo decíamos qué, etc. Y, a través de ese diálogo entre nosotros se iban negociando, de forma silente, intuitiva, el grado de fiabilidad que teníamos los unos de los otros, y del grupo en general.
A través de esa fiabilidad lo que creamos es confianza. Confiar en el otro, confiar en el compañero, en el conductor del grupo, en el grupo como tejido en el que nos desarrollamos, confiar en el centro que nos acoge, confiar… ahí está la clave de toda nuestra tarea asistencial como terapeutas que atendéis a padres que vienen agobiados por el hecho de ser eso, padres. Y mediante esa confianza podremos dar la posibilidad de que el otro, el padre, la madre, el hijo, se sientan cómodos para poder compartir sus cosas. ¿Hasta dónde confiamos en el grupo? ¿Hasta dónde confiamos en nuestro marido, nuestra mujer, nuestros hijos, nuestros padres o hermanos? ¿Qué es lo que hace para que esa confianza se rompa?
Los bebés, los hijos, sólo pueden crecer en un ambiente de confianza absoluta. Si la confianza se resquebraja los cimientos sobre los que nos construimos como sujetos estarán también dañados. Y aquí entra nuestra función: reparadores de los niveles de confianza que se precisan para que esos niños y sus padres puedan desarrollar todas sus habilidades personales.